Krishna era la primera ciudad de la frontera con la taiga helada en la se encontraba situada la Escuela de Jade, un antiguo fuerte cuyas murallas preparadas para la guerra se alzaban poderosas contra el cielo, oscuras y asfixiantes. Hasta allí había caminado durante dos días sin apenas detenerme, por miedo de que a pesar de mi hoguera y la débil barrera térmica que había logrado fabricar con mi magia no fueran suficiente para hacerme sucumbir ante el peligroso Sueño de Hielo, que se había cobrado la vida de más de un viajero desprevenido.
Aunque Krishna había sido una importante fortaleza, actualmente no constituía más que un lugar de paso para los viajeros que atravesaban el ancho Cinturón Helado, bien fuera por rutas comerciales, bien porque formaran parte de algún batallón para salvaguardar la Puerta del Norte, límite del Reino Blanco. Su calle principal estaba atestada de tabernas con nombres más o menos llamativos, algunos comercios y un par de burdeles de merecida fama. Fue en una de esas tabernas en donde decidí guarecerme del viento helador que anunciaba una nueva ventisca.
El interior se hallaba apenas iluminado por una enorme chimenea en la que rezumaban un par de ollas, llenando la estancia de olor a estofado, que se entremezclaba con el sudor de los hombres y el aroma de la embriaguez. Una larga barra abarrotada de gente ocupaba la mayor parte de la taberna, además de una hilera de mesas contra la pared que parecían más… “íntimas”. Casi todas estaban vacías, pues a última hora de la tarde la acción se hallaba concentrada en torno a las jóvenes camareras de caderas generosas que servían al otro lado del mostrador, vigiladas por un hombre de mediana edad, de modo que me instalé discretamente en la mesa más acercada a las llamas, agradecida del calor que estas me proporcionaban, y apoyé mi espalda en la pared mientras sentía que el cansancio de los últimos días se extendía lentamente por mi cuerpo, casi como un suave recordatorio de que seguía viva.
No sabía que iba a hacer o a dónde iba a ir. Podía dirigirme al Sur, a las fértiles tierras de Dalishe, presentarme en la puerta de casa y reclamar a mi padre que se hiciera responsable de lo que él mismo había creado, pero en realidad no lo deseaba. Ya sabía de sobra que si algún día volvía a mis raíces sería de la mano de mi Anticonciencia, y que no sería precisamente por afecto a mi familia… o lo que de ella quedase. Pero Krishna no era un buen lugar para permanecer demasiado tiempo; menos aún sin una sola moneda en mi bolsa.
Me hallaba sumida en estos pensamientos cuando me di cuenta de que el tabernero había avanzado hasta mí y me dedicaba una mirada seria, casi molesta.
- Niña, ¿se puede saber que estás haciendo aquí?
Yo alcé el rostro, casi perpleja, con los ojos muy abiertos al escuchar otra voz humana, una voz que además se dirigía a mí. El tabernero continuaba contemplándome inquisidor con sus ojos azules y grandes, mientras se frotaba las manos grasientas y orondas en el delantal.
Mis años en la Escuela me regalaban una peculiar visión del ser humano. El mirar a sus pupilas resultaba como ver a través de dos ventanales la estructura interna de su mente, las cuerdas que deberían conformar cada uno de los pensamientos, deseos, y anhelos. Y yo había aprendido, no sin arduos esfuerzos, a pulsar las cuerdas que hacían doblarse su voluntad a mi favor.
- En realidad, soy tu hermana pequeña. Cuando tenías diez años nuestros padres me enviaron a estudiar hechicería, cosa que te destrozó pues sentías debilidad por mí. Te sientes exultante de verme, y te desvivirás por atenderme.- Hacer nudos en la red mental de un hombre inocente por el mero hecho de conseguir un lugar caliente donde dormir habría ido por completo en contra de mi ética de hace un par de años. Ahora, en algún rincón oscuro de mi alma, mi Anticonciencia sonreía con placer.
La expresión del hombre varió por completo en unos segundos. Vi la emoción temblar en sus ojos claros, mientras sus facciones se relajaban conformando una sonrisa tierna. En realidad, la mente humana es demasiado sencilla.
No tardé en tener un plato de sopa caliente por delante y asegurada la mejor de las habitaciones de la posada, y mientras el tabernero me observaba comer enternecido, hablándome en general de su vida y preguntándome por la mía, volví a interrogarme sobre hacia dónde me llevarían mis pasos, y si quizás algún hechicero ya anciano accedería a aceptarme como su discípula.
Tal vez fue la tranquilidad después de los últimos días agitados que había venido arrastrando, en los que aún recordaba la voz de mi Anticonciencia reflejada en un lago helado: “No, la señorita no podía hacer un año de magia de supervivencia básica… tenía que estudiar mentalismo…”, o quizás la compañía humana, que no sabia si detestar o agradecer, lo que me impidió notar inicialmente el extraño temblor del ambiente, una especie de suave zumbido que sacudía levemente mi esternón, ronco y gutural, como si pugnara por partirse. Una rápida mirada a mi alrededor me hizo ver que no había sido la única en percibirlo. La taberna quedó en silencio, únicamente roto por el repiquetear de la olla en el fuego. La luz parecía haberse atenuado, casi muriendo, permitiendo a las sombras apoderarse de la estancia. De alguna manera, todos aguardábamos algo, algo que no podíamos nombrar.
Todo lo que sucedió a continuación me pareció confuso y precipitado. La puerta de entrada se abrió estrepitosamente, y la luz del crepúsculo nos cegó. Nerviosa, me levanté repentinamente de la silla haciéndola caer mientras mis ojos se acostumbraban. El sonido típico de las armaduras chirriantes de los soldados se hizo hueco en la taberna, solo que su color negro y sus estandartes, completamente desconocidos para mí, no eran los de la Guardia Real. Además dejaron bastante que desear en cuanto a modales cuando, espadas en mano, comenzaron a rebanar las cabezas de los parroquianos sin miramiento alguno. Pasó un segundo de asimilación antes de que el pánico cundiera y la gente comenzara a chillar y a intentar salir por sus propios medios.
Si no hubiera sido por el yelmo que cubría los rostros de aquellos asesinos, tal vez hubiera podido plantearme el dedicarles una mirada y hacerles cambiar de idea, pero me pareció mucho más sensato correr… aunque era bastante tarde para intentarlo, más teniendo en cuenta en que uno de aquellos soldados me había agarrado por las muñecas, estrujándome fuertemente contra la pared, mientras que con la mano que le quedaba libre blandía su acero acariciando con él mi vientre, jugando con el cinturón de mi túnica.
Pataleé forcejeando en un vano intento, pues aunque conseguía golpear las espinillas de mi captor, no servía de mucho si la armadura las protegía. Sin embargo, cuando por casualidad me topé con mis propios ojos en la superficie metálica y pulida del peto, regalándome mi reflejo una cruel sonrisa, una oleada de alivio me recorrió por completo. “Los golpes se combaten con golpes, y el acero con el acero”, susurró una voz en mi mente. Por el rabillo del ojo vislumbré la olla crepitante, cuyo contenido hervía y rezumaba por los bordes. Bastó con que lo deseara para que esta se lanzara suicida hasta el hombre que me tenía sujeta, que soltó una exclamación de sorpresa, acompañada por un aullido de dolor cuando el caldo en ebullición se filtró por las rendijas de su equipo.
Algo mareada por el esfuerzo, caí al suelo y, sin darme tiempo de recuperar el aliento, me arrastré hacia la puerta entre charcos de sangre y vísceras, cerveza derramada, miembros cortados y alguna que otra moneda.
Afuera, el viento helador golpeó mi rostro. Habría sentido gratitud de no ser porque portaba los aromas de la muerte, pues a mi alrededor media Krishna fallecía devorada por el fuego y el acero.
Tenía que correr hacia las puertas, me dije… antes de que algo golpease mi cabeza violentamente y el mundo se oscureciera a mis sentidos, abandonada por mi conciencia a la suerte que aquellos extraños invasores quisieran depararme.
0 responses to "Capítulo 8"
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Publicar un comentario