Finalmente, no me llevó hacia la ciudad, como yo pensaba en un principio, si no a un grupo de tiendas apartadas de esta, a una prudente distancia. Nada más llegar, la chica que me mantenía cautivo en esa burbuja me llevó a visitar a la que parecía ser la “jefa”. Iba ataviada con un vestido blanco y portaba una corona de serpientes. Su expresión era bastante dura, y algo me decía que no me trataría muy bien. Durante el camino, había podido comprobar un par de cosas: la primera, que parecía haber llegado a otro mundo, si es que era posible; lo segundo, que esta gente menuda y de piel dorada eran unos grandes magos; y la tercera, que los humanos no caíamos en gracia. Nos tenían como seres destructores, que no se preocupan por nada más que por ellos mismos, egoístas, traidores. Y, ciertamente, no iban muy desencaminados. Pero el hecho de que yo fuese uno de sus prisioneros no me alegraba en absoluto. La conversación con ella duró muy poco, tan solo me mandó encerrar en la celda de una de las cabañas tras haberse fijado en el colgante que portaba.
Ahora, me encontraba encerrado, con un guardia vigilando la puerta. Había pensado en usar mi magia para escapar, pero si unos niños habían sido capaces de lanzar un hechizo de sueño, no quería saber lo que podían hacer los mayores. Desde luego, yo solo no podría ocuparme de un grupo numeroso de ellos, por lo que lo mejor ahora era dejarlo estar. Pasaron algunas horas, y la mujer que me trajo en la burbuja vino a visitarme, trayendo consigo una bandeja con un cuenco de comida que, aunque no reconocía, tenía buena pinta
-¿Por qué me habeis encerrado? –pregunté en un susurro cuando se acercó a darme la bandeja.
-Eres un humano, al fin y al cabo. No esperes un trato diferente de Asthrith –supuse que Asthrith era la amable mujer que me había hecho encerrar sin ninguna contemplación.
-¿Un trato diferente? –dije alzando una ceja, extrañado- ¿Soy distinto de otros prisioneros? ¿Por qué?
-Ya lo descubrirás a su debido tiempo, muchacho. Ahora come. Te vendrá muy bien tener energía para lo que te espera –dicho esto, salió de la celda. No quería mostrarlo, pero empezaba a estar nervioso. No sabía que quería esa gente de mi, ni por qué era especial. De todas formas, el nerviosismo nunca me había impedido comer, y aquella comida parecía deliciosa, así que hice lo que ella me pidió y me lo comí.
Pasaron un par de aburridas horas, hasta que hubo algo de movimiento. Comenzaba a hacerse de noche cuando el guardia abrió la puerta de la celda e izo entrar dentro a muchacha. Debía medir algo más de metro y medio y apenas aparentaba ser mayor de edad. Vestía un vestido blanco ceñido por un cinturón, aunque lo que más me llamó la atención fue, a parte de que parecía ser humana, que poseía un colgante muy parecido al mío, el cual se encontraba ahora tapado por mi camisa, aunque se podía ver como rodeaba mi cuello.
-Vaya, pensaba que solo me iban a dar comida para comer –bromeé cuando la chica pasó a la lujosa estancia. Yo me encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada a la pared, no muy lejos de donde estaba ella- ¿También te han encerrado aquí por ser una humana?
La chica apenas se inmutó. Se limitó a mirarme enfadada. Al principio,apenas me percaté, pero luego sentí como algo penetraba en mi mente, rebuscando en ella, tratando de averiguar cosas sobre mí. En un acto reflejo, alcé una mano para disparar un pequeño carámbano de hielo hacia la extraña, que parecía ser la autora de la intromisión, en busca de romper su concentración y sacarla de mi cabeza. Ella se apartó rápidamente para esquivar mi ataque, que se evaporó al tocar uno de los muros de la celda.
- ¿Eres un brujo?... no, pero no puede ser... no llevas ninguna de las marcas... ¿Y el sexto dedo? ¿O los cabellos rojos? –me dijo, muy asombrada, mientras me mostraba un dedo pequeño al lado del meñique, apenas visible.
-¿Desde cuando hace eso falta para dominar los vientos de la magia, chiquilla? –pregunté mirándola fijamente, manteniendo mi mente alerta, poniéndome en pie y acercándome un poco a ella- ¿Y por qué has entrado en mi cabeza de buenas a primeras? No es una forma muy cortés de empezar una conversación.
- Es una forma de sopesar con qué me he encontrado. Y suele ser bastante útil naturalmente... aunque preveo que es más facil preguntarte como has llegado con esta gente... o quien eres... o de donde vienes... o cualquier cosa –continuaba diciéndome, mientras se sentaba en el suelo y ponía la cabeza entre las manos- Estoy perdida.
-¿Tu también vienes de otro mundo, verdad? –mientras hablaba, sacaba mi colgante de debajo de la camisa, mostrándoselo- Y diría que, desde luego, del mío no vienes –añadí, recordando lo que había dicho antes sobre los brujos- Mi nombre es Caleb. Caleb Firwall. Y no se como llegué aquí, pero me alegro de haberlo hecho. Mi alternativa hubiera sido morir –añadí una ligera sonrisa a mi pequeña broma.
-¿Tu…también?...Yo me llamo Lilith –se rió de forma un tanto desquiciada- Perdona, pero es que no me aclaro aún…Otros mundos…,bueno, cuesta pensar que en realidad la magia haya avanzado tanto.
-De momento, es mejor esperar –contesté mientras me tumbaba en el suelo, boca arriba- Apuesto a que la jefa del lugar también te ha citado a ti para mañana por la mañana. Ya veremos lo que nos cuenta entonces. Es tarde, así que voy a intentar dormir –añadí, cerrando los ojos- Te aconsejo hacer lo mismo. Parece que nuestra estancia aquí podría ser movidita. Oh, y una última cosa: no entres en mi mente de nuevo.
Durante mi estancia en la “agradable” celda tuve mucho que pensar. ¿Por qué no era capaz de indagar en sus mentes? ¿Por qué hablaban mi lengua? O ¿Por qué hablaba yo la suya? Era una curiosa paradoja y a mi me encantaban las paradojas. De pequeño, mis casas eran las tabernas y mi familia los borrachos. Los borrachos solían ser filosofos de pago… por unas cuantas monedas eran capaces de desequilibrar el orden racional establecido. Una vez, en Kahëlph, un asiduo cliente a la botella me dijo:
- ¿En qué momento un montón deja de serlo cuando se quitan granos de arena?
A los cinco segundos cayó al suelo de madera de aquella taberna, pero yo no separé mi mirada del fuego en toda la noche, mirándolo igual que ahora miraba la única rendija de aquella celda.
Dos guardias custodiaban el pasillo. Cada cinco horas hacían un cambio. Cada dos días revisaban las celdas. Cada tres días nos daban de comer. Y yo no podía hacer nada. No podía hacer nada contra aquellas doradas criaturas de ojos impenetrables. Contaba segundos, era una buena manera de medir el la cuarta dimensión y a su vez significaba dejarla atrás.
Durante todo aquel tiempo pude aprender cosas de ellos. Al principio intenté buscarles un punto flaco. Desquiciarlos. Transmitirles mi locura. Después simplemente esperé hasta que se apoderó de mí sin ninguna piedad. No preguntó, el miedo no pidió permiso.
No soportaba aquella soledad y pasaba el tiempo dialogando conmigo mismo, conmigo y con aquellos guardias a los que tantas preguntas sin respuesta dirigí.
Era una sensación increíblemente frustrante. ¿Por qué no podía hacer lo que mejor se me daba? ¿Por qué mis intentos de crear monstruos en las mentes de mis menudos guardianes no daban resultado? No era capaz de concebir una razón convincente. Mi mente vagaba entre pensamientos que no concordaban, perfilando una antigua idea. Era una idea estúpida, desdibujada por la locura que comenzó a asaltarme 554120 segundos atrás. La pregunta era: ¿Por qué no podía ser todo esto una extensión descomunal de mi don? Un mundo paralelo, inmerso en mi cabeza. Quizá siguiese al borde de aquel saliente, tumbado junto a Irial.
- ¡Tengo una idea!
Y me pellizqué. Y me dolió. Y lloré. Todo igual después de todo. Después de todo, tuve ganas de reír, y una enorme carcajada procedente del fondo de mi garganta llenó el aire, al mismo tiempo que un intenso olor a óxido me inundaba los pulmones. Me recordó al juego de niños del campo de batalla, y supe que era sangre.
Un reguero de sangre se extendía por el suelo adoquinado del corredor, y un ruido chirriante y metálico acompañaba el paso. Un hacha de dimensiones extraordinarias y una hoja que rayaba el suelo. Llena del líquido rojo y chorreante, transportada por uno de esos “doraditos” cuyos ojos reflejaban el orgullo del verdugo. Mi verdugo, adiviné. Y de nuevo llegó sin permiso. El miedo, que se transformó en pánico en cuanto pude oír una llave girando el trinquete de la celda. Cerré los ojos.
3606 segundos después, me encontraba arrodillado ante una multitud de “doraditos”, que esperaban mi inminente sacrificio. Dos edificios predominaban en la escena: ante mí, lo que me pareció un templo se alzaba glorioso sobre la multitud, resguardándola del Sol. Era tan bello que me provocaba arcadas, al igual que todo en aquel sitio. ¿Dónde estaba mi mundo de imperfección y debilidades, de seres “blanquitos” y guerras sin sentido? Sonreí por mi añoranza del infierno y miré a mi izquierda. A unos 3 metros de mí una estatua, cuyos contornos no conseguí distinguir, cegado por los rayos que me azotaban la cara, me miraba con dulzura. Una dulzura amarga y reservada al placer de ver morir. Qué triste era morir sin saber siquiera si lo hacía sólo en mi imaginación. Al menos me iría a la tumba con una buena visión en panorámico.
- Después de haber indagado en la mente del prisionero, lo consideramos apto para el sacrificio en honor a nuestra diosa en este día tan “gloricioso” –mientras el verdugo daba el veredicto yo divagaba recordando una canción que escuché la última vez que visité la capital de mi mundo. Lo que sí escuché fue que indagaron mi mente y eso fue suficiente para deducir porque no me interrogaron. Sí, fue suficiente.
Cuando el hacha bajó deseosa de probarme, me esfumé. Respiré aliviado. Producto de mi imaginación.
“Segundo y último intento”
Y allí me encontraba, en la colina basta de tierra amarilla. Al comienzo del tablero.
Tenía las manos heladas. Tanto, que la primera idea que vino a mi mente, difusa pero luminosa, fue que había muerto congelada en los bosques nada más salir de la Escuela de Jade.
Quise inspirar profundamente, mas no fue aire lo que inundó mis fosas nasales, sino agua fresca, algo de fango, y seguramente algún que otro insecto. El miedo a perecer ahogada.- qué idiotez si había presupuesto que estaba muerta.- me animó a usar mis brazos, haciendo fuerza hacia cualquier parte hasta que al final fui capaz de darme la vuelta, limpiando el aire al fin mis pulmones. Tosí estrepitosamente, pálida por el susto… y entonces, muy despacio, fueron viniendo a mi los recuerdos de los últimos acontecimientos.
Me incorporé como una histérica, dispuesta a correr hacia el lugar que mejor sirviera para guarecerme de aquellos soldados negros. Sin embargo, casi se me cae la boca al suelo cuando descubrí un pastizal inmenso a mi alrededor, reducido a cenizas en su mayor parte; cenizas que oscurecían un cielo iluminado por soles diminutos como una noche estrellada.
Al parecer me encontraba en la orilla de un río turbio, tan ancho que la otra orilla no era más que un atisbo de línea, una silueta oscura en el horizonte. Ahora sí, me sentía verdaderamente muerta, en una suerte de infierno dejado de la mano de cualquier dios o demonio que pudiese haber existido, porque escapaba a cualquier lógica que la ciudad hubiese ardido tan rápidamente, convirtiéndose la sangre de sus habitantes en el río y sus almas en estrellas diurnas.
Segundos después perdí el aliento aterrada ante una idea peor que la muerte. ¿Y si había sucedido? ¿Y si mi anticonciencia había logrado relegarme a una solitaria y eterna llanura? Pero no, el viento en mi cara era real, el calor asfixiante casi podía palparse.
Me acerqué al agua lentamente hasta encontrar un remanso más o menos limpio donde contemplarme. Mi anticonciencia me saludó con una sardónica sonrisa.
- Buenos días, dormilona. Y yo que pensaba que ya habías conseguido que nos mataran a ambas…
- Dejo ese honor en tus manos- repliqué, de mal humor. Toda mi túnica estaba cubierta de barro y cenizas, así como mi rostro y cabellos. Introduje las manos en el agua y me lavé a conciencia, rompiendo mi reflejo. Después, mientras la superficie volvía a estabilizarse, busqué la lazada que sujetaba mi túnica a la espalda y comencé a desabrocharla.
La túnica se cruzaba por delante con un ostentoso cinturón del que me deshice rápidamente, y una vez liberada del sobrevestido quedé ataviada tan solo por una suave camisa blanca que llevaba por las rodillas, y que sin duda era más adecuada a aquella climatología que mi uniforme de hechicera y la capa de piel de lobo. Ceñí de nuevo la camisa con el cinturón bajo mi pecho y enrollé la túnica con la capa, atándola con los cordones de mis botas que también habían quedado en el hatillo. Refrescada y cómoda, me disponía a empezar a interrogar a mi anticonciencia cuando reparé en un bonito colgante que prendía de mi cuello. Colgante que por cierto jamás había visto en mi vida.
Lo cogí cuidadosamente entre las manos, decidida a examinarlo con detalle, cuando una voz arrastrada y dulce susurró detrás de mí:
-No te muevas.
Un ligero temblor me recorrió por completo, mientras la sombra del terror creaba un nudo vacío en mi alma. Si aquella voz pertenecía a los hombres de negro, ahora sí me daba por muerta.
- Date la vuelta despacio, humana. Estas en territorio Abhm-Doreine.
Decidí que lo mejor que podía hacer, tanto para salir de dudas, como para continuar con vida, era obedecer aquella orden, así que dejé caer las manos despacio y me giré.
La primera visión de una de esas criaturas me dejó sin aliento. Tenía aspecto humano, o al menos la forma. Era de mi estatura más o menos, y sus músculos parecían delgados y ágiles… si resultaban ser músculos, porque la anatomía de mi asaltante parecía estar realizada con alguna especie de piedra tallada, tal vez ámbar por su color amarillento y translúcido, que sin embargo se movía con la libertad de la carne. Su cabeza estaba primorosamente afeitada; sus ojos negros perfilados con kohl. Sostenía en alto un arco casi de su misma estatura, cargado con tres flechas a la vez, mientras me miraba desafiante. Sus ropas se reducían a un faldellín blanco con ornamentos azules y unas sandalias de soldado.
- ¿Qué haces aquí? ¿Eres una de sus espías?
Me sentí tan anonadada que apenas si podía mover los labios como un pez, sin emitir sonido alguno, hasta que en una parte de mi racionalidad se iluminó una pequeña chispa. Si leía su mente, seguramente mis últimos veinte minutos me dejarían de parecer tan surrealistas. No obstante, cuando procedí a penetrar en su mente, un fogonazo de luz hirió la mía propia, una luz distinta a cuantas barreras mágicas hubiese conocido.
-¿Y bien, a qué esperas para responderme?- apremió, tensando aún más la cuerda del arco.
- Yo… yo no sé…- quise empezar a decir, y entonces, en un acto reflejo, mis manos se desplazaron hacia el extraño colgante. Pareció que entonces se daba cuenta de la presencia del mismo, y sus rasgados ojos se abrieron con impresión. Antes de que fuera capaz de darme cuenta, estaba arrodillado ante mí y se llevaba el bajo de mi túnica a la frente en señal de respeto.
- Mi señora…
El joven Abhm-Doreine se llamaba Isteph, y había sido uno de los sacerdotes del templo de la ciudad de Tenfër dedicados a la diosa Valarsniriël, o eso me había contado. Precisamente en sus paredes había encontrado grabado un medallón como el que colgaba de mi cuello, un presente de los dioses a aquellos que habían de librar Enardellion, pues así se llamaba aquel fantasioso mundo, de las tinieblas absolutas. Sin embargo, sus respuestas no hacían más que suscitar en el fondo de mi mente decenas de preguntas que, por primera vez, no podía resolver mirando en el fondo de sus pupilas. Isteph me contó en el trayecto a su campamento de refugiados que los Abhm-Doreine tan solo eran una pequeña comunidad, una de las grandes razas de Enardellion que se habían visto subyugadas bajo la tiranía de Eos. Aún recuerdo cómo pronunció su nombre con desprecio.
Al parecer, los Abhm-Doreine habían sido los grandes arquitectos de Enardellion desde los primeros albores de la vida, la cuna de la pintura, la literatura y la música. Impuesta ante cualquier tipo de ley moral o social, se hallaba la belleza, capaz de justificar hasta los más atroces de los crímenes si eran adscritos a su nombre. Me pareció un ser tan complejo que desistí en mi intento de comprender lo que me contaba y guardé para más tarde mis preguntas sobre ese tal Eos o las otras razas de Enardellion, así como la manera en que había aparecido directamente en un mito.
Finalmente llegamos hasta una pequeña agrupación de tiendas rodeadas por un escaso bosque de alisos. Si miraba hacia el oeste haciendo visera con mis manos, podía adivinar la silueta recortada de una ciudad no demasiado lejana, cuya muralla juraría que se había venido abajo. Me dije a mí misma que probablemente más tarde tendría la oportunidad de visitarla, así que seguí dócilmente a Isteph mientras me conducía entre un mar de tela y gentes asombradas de verme. Antes de llegar me había explicado que a los humanos de Enardellion se les consideraba depredadores, destructores, un terremoto viviente que asesinaba la tierra y la razón. Interiormente, me sentí de acuerdo a aquella descripción, pero no me pronuncié.
Tras causar una oleada de asombro, en la que sujetaba fuertemente el colgante como si éste pudiese protegerme de alguna manera, llegamos hasta una joven ataviada de manera particular. De su cuello partía un liviano vestido blanco roto, ceñido en la cintura con un amplio cinturón de oro y jade, a juego con la corona de serpientes que ceñía su larga y sedosa melena negra. Imeph me había hablado de desdichas, pero la mujer no parecía precisamente pobre, así que deduje que era quien mandaba en el lugar.
- Imeph, los humanos entran en nuestras tierras muertos o a rastras, pero no con la cabeza en alto.
- Perdona mi osadía, hermana mía, pero porta el signo de los dioses. No creo que les enorgulleciese que sus elegidos fuesen tratados como ganado.- El sacerdote parecía algo intimidado; no obstante su voz no vaciló.- ¿Qué pensaría nuestra madre Valarsniriël si viera los bellos ojos de esta joven clavados en el suelo?
- El otro humano también porta el signo de los dioses y no ha sido tratado con más delicadeza que otro extranjero. El colgante no la exime de su condición. Ordeno que sea llevada con el otro de inmediato, y posteriormente tendrá su oportunidad de hablar.
- Asthrith…- comenzó a protestar Imeph; sin embargo yo había comprendido que él no podría interceder en mi favor. Fuera quien fuese esa mujer, pude adivinar sin necesidad de leer su mente que nadie le replicaría jamás.
- Disculpad mi atrevimiento, mi señora…- farfullé, mientras me arrodillaba, pues el hecho de que fuera más baja en estatura que yo supuse que la incomodaría.- … no conozco vuestras tierras. Nunca antes había pisado tan siquiera Enardellion, y vuestras costumbres me son extrañas y me confunden, pero deseo implorar disculpas si de alguna forma os he ofendido a vos y a vuestro pueblo.
Los ojos de Asthrith se clavaron en los míos y noté un aguijonazo en las pupilas. Trataba de leer mi mente. Cortesías aparte, yo no estaba dispuesta a permitir aquello, así que envié una generosa cantidad de energía a la líder de los Abhm-Doreine, como grato recuerdo de que yo disponía de una cierta intimidad que no deseaba compartir.
- Acepto tus disculpas, extranjera.- su voz fue neutra, aunque parecía contrariada.- Llevadla con el otro y preparadla en la burbuja. Mañana al amanecer me reuniré con ellos en mi tienda.
¿El otro? No podía concebir a nadie más en la misma situación. Iba a preguntar, pero Imeph me puso la mano en el hombro. Su rostro estaba teñido de desolación y desesperanza.
-Ugh...-fue lo primero que pude decir. La cabeza me dolía horrores, y mis ropas estaban húmedas por la hierba en la que estaba acostado. Y, por si fuera poco, tenía un feo corte en el cuello, aunque era de apenas unos milímetros. Aunque, lo que más preocupaba, era el hecho de estar vivo. Es decir, lo último que recordaba era un lagarto gigante que intentaba cortarme el cuello. Y estaba en una muralla. Donde no hay hierba. El lugar donde me encontraba ahora era bastante diferente: parecía encontrarme al linde de un bosque. Aunque, si algo me turbó realmente, fue el ver algunos pequeños soles en el cielo.
-Juraría que siempre había uno. Y era más grande –dije en voz baja, mientras me ponía en pie. A pesar de llevar siempre algunos bártulos y cosas en mis bolsillos, pude notar que uno pesaba más de lo que solía hacerlo. Genial, esto comenzaba a parecer una mala broma. Metí la mano para ver de qué se trataba la carga extra, sacando un pequeño colgante, donde estaba encajado un granate, en el que habían dibujado una runa. Desde luego, algo no encajaba. Algo, por no decir todo.
De pronto, un movimiento entre los arbustos del bosque cercano me alertó. Giré la cabeza para ver de qué se trataba, guardando el colgante en mi bolsillo de nuevo, preparando mi magia, por si llegaba el caso. De la espesura surgió una cabeza de pequeño tamaño, presumiblemente la de un niño. Unos días atrás, habría bajado la guardia, pero con el día que llevaba...
Al lado de esa cabeza, salió otra, muy parecida, mirándome ambas. Me dí cuenta de que su piel era dorada y reluciente, como si fuese oro. Y sus ojos tenían un color parecido. ¿Eran humanos? Ya me esperaba cualquier cosa. Me acerqué un poco hacia ellos.
-Me llamo Caleb. ¿Quiénes sois, chicos?
Ambos chicos se miraron, e intercambiaron unas palabras en un idioma que no entendí, para salir corriendo. No entendí muy bien por qué, yo salí detrás de ellos. Tal vez porque así podría encontrar a alguien que me explicase que demonios ocurría. Recorrí el bosque, repleto de árboles que no había visto nunca, tan altos que parecían llegar hasta el cielo, aunque poco tiempo tenía para maravillarme, ya que los niños corrían muy deprisa y tenía que procurar no perderles entre la maleza. Conforme corría, me iba sintiendo cada vez más y más cansado, sin entender la razón. Como mago que era, no es que tuviera una resistencia muy alta, pero aquello era demasiado. Las piernas me comenzaban a flaquear y los niños estaban cada vez más lejos. Finalmente, me fallaron y comencé a caer al suelo, entendiendo por fin lo que me pasaba.
-Mi...er....-fue lo único que llegué a decir antes de caer al suelo.
Cuando desperté, tenía las manos atadas a la espalda y estaba flotando en el interior de una burbuja. Esto de caer y despertarme en lugares extraños y desconocidos empezaba a ser una costumbre bastante molesta. Pude ver como los niños ahora caminaban cerca de una mujer algo más mayor que ellos, pero aún así no debía de superar el metro y medio. Tenía el pelo largo y de color negro, así como la piel y los ojos del mismo dorado que los chicos. Por su mirada, se podría decir que se trataba de una adulta, en contra de lo que indicaba su menuda estatura.
-¿Quién eres? ¿Por qué me has hecho esto? –pregunté confuso. No veía que razones podría tener para atarme las manos y encerrarme en esa burbuja mágica. La mujer me siguió mirando. Parecía no entender lo que le decía, porque su alzaba una de sus cejas. Me habló ella entonces a mí, en un tono suave, casi melódico, obteniendo la misma respuesta: una ceja alzada y una cara que mostraba que no entendía ni una palabra de lo que me decía. Al ver que la comunicación era imposible, reaccioné de la forma más lógica posible. Me incorporé como pude y comencé a cargar contra la pared de la burbuja, intentando romperla. Al verme, la mujer alzó una de sus manos, acercándola a mi “cárcel”, la cual comenzó a moverse muy rápido de un lado a otro, haciéndome botar dentro de ella. Con todo, de mis bolsillos se cayeron algunos objetos, entre ellos el colgante con el granate incrustado. Pude ver un brillo en los ojos de la muchacha al verlo, quién se acercó más a mi, metiendo ambas manos dentro de la burbuja, sin romperla, coger el colgante y ponérmelo alrededor del cuello sin que yo pusiera ninguna resistencia, ya que, entre el mareo y la curiosidad, poca batalla iba a presentar.
-¿Me entiendes ahora, humano?
-S...si –respondí algo estupefacto. Al parecer, el colgante era una especie de traductor. Supuse que en ambos sentidos, ya que ella parecía haberme entendido.
-¿Qué hacías en nuestras tierras? ¿Venías a profanar su belleza?
-¿Vuestras tierras? Cuando me desperté estaba al otro lado del bosque, donde vi a estos niños –les señalé- Y luego.....fuiste tú la que me lanzó aquel hechizo de sueño, ¿verdad?
–inquirí.
-No, fueron los niños. Yo tan solo te recogí para que no murieses ahí. Ahora dime, ¿Cómo puede un humano no entender siquiera la lengua común? ¿Y que dialecto hablabas? –conforme me interrogaba, seguíamos andando. Bueno, yo flotando.
-¿La lengua común? ¿Qué es eso? –pregunté, cada vez más anonadado por la conversación que manteníamos.
-La lengua de todos los habitantes de Enardellion –respondió- ¿De donde vienes tú, que no la conoces?
-Esa es una buena pregunta –contesté, reflexionando un poco, mirando hacia el cielo- De un lugar donde solo hay un sol. Y es más grande que cualquiera de esos. Ahora dime, ¿quién eres tú?
-Soy una Abhm-Doreine, buscamos la belleza y la valoramos por encima de todo. La conservamos, al contrario que los de tu raza, que no hacéis más que destruirla allá por donde vais.
-Nunca había oído hablar de ellos... -susurré- ... ¿donde demonios estoy? –me pregunté, mientras seguía flotando en la burbuja de la mujer. A lo lejos, se divisaba una ciudad. Aunque, para pertenecer a una raza admiradora de la belleza, ya desde esa distancia se veía que la ciudad estaba en bastante mal estado. Algo comenzaba a darme mala espina. Y no solo era lo extraño de la situación, si no más bien el presentimiento de que iba a ir a peor.
Locura... Lo primero que se me pasó por la mente... Locura.
Tras el relámpago, había aparecido en una colina basta de tierra amarilla. No había ni un ser y solo pude ver unas sombras en la lejanía. "Locura" Había intentado moverme, y lo había conseguido. No había parado de moverme desde que aparecí en aquel lugar, pero me había alejado más de diez pasos de aquel manantial seco junto al que apareció.
Mi primera teoría fue tan abrumadora que decidí no pensar en ella más, pero de nuevo cruzo mi mente. Como un relámpago, como ese relámpago me hundió hasta llevarme allí... "¿Estaría viviendo en mi propia fantasía?"
Miedo, quizás esa fue la siguiente sensación que recorrió mi cuerpo segundos antes de terminar la pregunta que me hice a mí mismo...
Quizás me había desmayado por la explosión, por el caos de la guerra, por la basura tóxica que el aire transportaba...pero... ¿y si la teoría era cierta?
Confuso y sí...con miedo, caminé con los ojos cerrados para así intentar tranquilizarme y de paso, dejar de pensar en esa cristalina ciudad que veía a lo lejos aún con los párpados impidiendo que la luz llegase a las pupilas...esa ciudad cristalina que vi al abrirlos nuevamente, o que creía estar viendo.
Un silbido cruzó el viento y pasó rozándome la oreja.
Irial. El miedo se hizo más intenso... No, no debía pensar en ella. No quería crearla. No quería engañarme. "Si, eso es lo mejor" Me lo repetí varias veces a mí mismo "Es lo mejor..." Borré su imagen de mi cabeza y empecé a andar. Esta vez sí tenía una dirección, la ciudad. Y un objetivo, aunque yo aún no lo supiera.
Uno, dos, tres... conté mis pasos e intenté no pensar. Aquello ayudaba, pero la mente es algo curioso. Es algo que te ataca cuando menos te lo esperas y... relámpagos.
La duda surgió en mi interior. Suponiendo que esas figuras lejanas fueran una ciudad… ¿A qué raza pertenecería? Conforme caminaba, intentando no hacer demasiado ruido, me pregunté si las nuevas criaturas gozaban un “mínimo nivel de cultura”. Las figuras borrosas fueron volviéndose más nítidas a la par que la luz iba abandonando el firmamento. Increíble, estructuras altísimas, doradas… Perfectas. Sí, increíble. Aquel monumento empezó a ejercer una fuerza sobre mis pies…
Después de bajar la colina, volví a vislumbrar el cielo. Relámpago, un bufido, aliento pestilente, gruñidos entre cortados por una respiración alterada. Sed de sangre. Clavó las garras en el suelo y mostró orgullosa las fauces. Mirada desafiante. Se preparaba para el combate, al igual que yo y… sí, mis cuatro soldados.
- Dibievh! – grité enfurecido, aterrado interiormente.
La rodeamos y lamimos nuestros filos con rabia. La criatura se veía acosada, pero su determinación no estaba siendo amedrentada. Un zarpazo. Un grito. Uno de mis hombres había perdido un brazo, brazo que vuelve a crecer. Sí, vuelve a crecer.
Aproveché la confusión que sufrió aquel “ser” para estudiarle. Parecía una especie de artrópodo pero de cuatro patas. Su esqueleto era de color ocre y todo su cuerpo estaba cubierto de una especie de protuberancias punzantes. Sus mandíbulas eran adorables y… sí, aquel chillido me erizaba el pelo. Tras unos pocos segundos retomó el ataque, pero volvió a detenerse tras descubrir que aquellos “clones” no sufrían ningún daño.
Fijó su mirada en mí y, concentrado, ignorando a los soldados que falsamente le golpeaban, tensó los músculos de sus piernas, dispuesto a abalanzarse sobre mí.
- Ven capullo inteligente – mascullé aferrándome a mi daga.
Una hoja se desprendió de un viejo árbol. Al tocar el suelo, el ser se proyectó en el aire contra mi figura. Proyecté mi estrategia. Un giro de pies, las rodillas flexionadas, doblé mi torso y alcé la daga, que se abrió en tres partes a la vez que la criatura pasaba por encima de mía. Un festín de sangre. Un festín de sangre mientras la su esqueleto crujía al tacto de la daga.
- Mierda, mierda, mierda! Ya me he ensuciado –arrastre mis dedos por la densa sangre mientras mi cara tomaba una expresión repulsiva.
Después medio día de viaje, las puertas de mármol translucido se mostraron ante mi, ella junto a una guerrilla de gente “extraña” que se acercaba impasible con un objetivo en la mente. La guerrilla de gente extraña quería matarme. Matarme…
Krishna era la primera ciudad de la frontera con la taiga helada en la se encontraba situada la Escuela de Jade, un antiguo fuerte cuyas murallas preparadas para la guerra se alzaban poderosas contra el cielo, oscuras y asfixiantes. Hasta allí había caminado durante dos días sin apenas detenerme, por miedo de que a pesar de mi hoguera y la débil barrera térmica que había logrado fabricar con mi magia no fueran suficiente para hacerme sucumbir ante el peligroso Sueño de Hielo, que se había cobrado la vida de más de un viajero desprevenido.
Aunque Krishna había sido una importante fortaleza, actualmente no constituía más que un lugar de paso para los viajeros que atravesaban el ancho Cinturón Helado, bien fuera por rutas comerciales, bien porque formaran parte de algún batallón para salvaguardar la Puerta del Norte, límite del Reino Blanco. Su calle principal estaba atestada de tabernas con nombres más o menos llamativos, algunos comercios y un par de burdeles de merecida fama. Fue en una de esas tabernas en donde decidí guarecerme del viento helador que anunciaba una nueva ventisca.
El interior se hallaba apenas iluminado por una enorme chimenea en la que rezumaban un par de ollas, llenando la estancia de olor a estofado, que se entremezclaba con el sudor de los hombres y el aroma de la embriaguez. Una larga barra abarrotada de gente ocupaba la mayor parte de la taberna, además de una hilera de mesas contra la pared que parecían más… “íntimas”. Casi todas estaban vacías, pues a última hora de la tarde la acción se hallaba concentrada en torno a las jóvenes camareras de caderas generosas que servían al otro lado del mostrador, vigiladas por un hombre de mediana edad, de modo que me instalé discretamente en la mesa más acercada a las llamas, agradecida del calor que estas me proporcionaban, y apoyé mi espalda en la pared mientras sentía que el cansancio de los últimos días se extendía lentamente por mi cuerpo, casi como un suave recordatorio de que seguía viva.
No sabía que iba a hacer o a dónde iba a ir. Podía dirigirme al Sur, a las fértiles tierras de Dalishe, presentarme en la puerta de casa y reclamar a mi padre que se hiciera responsable de lo que él mismo había creado, pero en realidad no lo deseaba. Ya sabía de sobra que si algún día volvía a mis raíces sería de la mano de mi Anticonciencia, y que no sería precisamente por afecto a mi familia… o lo que de ella quedase. Pero Krishna no era un buen lugar para permanecer demasiado tiempo; menos aún sin una sola moneda en mi bolsa.
Me hallaba sumida en estos pensamientos cuando me di cuenta de que el tabernero había avanzado hasta mí y me dedicaba una mirada seria, casi molesta.
- Niña, ¿se puede saber que estás haciendo aquí?
Yo alcé el rostro, casi perpleja, con los ojos muy abiertos al escuchar otra voz humana, una voz que además se dirigía a mí. El tabernero continuaba contemplándome inquisidor con sus ojos azules y grandes, mientras se frotaba las manos grasientas y orondas en el delantal.
Mis años en la Escuela me regalaban una peculiar visión del ser humano. El mirar a sus pupilas resultaba como ver a través de dos ventanales la estructura interna de su mente, las cuerdas que deberían conformar cada uno de los pensamientos, deseos, y anhelos. Y yo había aprendido, no sin arduos esfuerzos, a pulsar las cuerdas que hacían doblarse su voluntad a mi favor.
- En realidad, soy tu hermana pequeña. Cuando tenías diez años nuestros padres me enviaron a estudiar hechicería, cosa que te destrozó pues sentías debilidad por mí. Te sientes exultante de verme, y te desvivirás por atenderme.- Hacer nudos en la red mental de un hombre inocente por el mero hecho de conseguir un lugar caliente donde dormir habría ido por completo en contra de mi ética de hace un par de años. Ahora, en algún rincón oscuro de mi alma, mi Anticonciencia sonreía con placer.
La expresión del hombre varió por completo en unos segundos. Vi la emoción temblar en sus ojos claros, mientras sus facciones se relajaban conformando una sonrisa tierna. En realidad, la mente humana es demasiado sencilla.
No tardé en tener un plato de sopa caliente por delante y asegurada la mejor de las habitaciones de la posada, y mientras el tabernero me observaba comer enternecido, hablándome en general de su vida y preguntándome por la mía, volví a interrogarme sobre hacia dónde me llevarían mis pasos, y si quizás algún hechicero ya anciano accedería a aceptarme como su discípula.
Tal vez fue la tranquilidad después de los últimos días agitados que había venido arrastrando, en los que aún recordaba la voz de mi Anticonciencia reflejada en un lago helado: “No, la señorita no podía hacer un año de magia de supervivencia básica… tenía que estudiar mentalismo…”, o quizás la compañía humana, que no sabia si detestar o agradecer, lo que me impidió notar inicialmente el extraño temblor del ambiente, una especie de suave zumbido que sacudía levemente mi esternón, ronco y gutural, como si pugnara por partirse. Una rápida mirada a mi alrededor me hizo ver que no había sido la única en percibirlo. La taberna quedó en silencio, únicamente roto por el repiquetear de la olla en el fuego. La luz parecía haberse atenuado, casi muriendo, permitiendo a las sombras apoderarse de la estancia. De alguna manera, todos aguardábamos algo, algo que no podíamos nombrar.
Todo lo que sucedió a continuación me pareció confuso y precipitado. La puerta de entrada se abrió estrepitosamente, y la luz del crepúsculo nos cegó. Nerviosa, me levanté repentinamente de la silla haciéndola caer mientras mis ojos se acostumbraban. El sonido típico de las armaduras chirriantes de los soldados se hizo hueco en la taberna, solo que su color negro y sus estandartes, completamente desconocidos para mí, no eran los de la Guardia Real. Además dejaron bastante que desear en cuanto a modales cuando, espadas en mano, comenzaron a rebanar las cabezas de los parroquianos sin miramiento alguno. Pasó un segundo de asimilación antes de que el pánico cundiera y la gente comenzara a chillar y a intentar salir por sus propios medios.
Si no hubiera sido por el yelmo que cubría los rostros de aquellos asesinos, tal vez hubiera podido plantearme el dedicarles una mirada y hacerles cambiar de idea, pero me pareció mucho más sensato correr… aunque era bastante tarde para intentarlo, más teniendo en cuenta en que uno de aquellos soldados me había agarrado por las muñecas, estrujándome fuertemente contra la pared, mientras que con la mano que le quedaba libre blandía su acero acariciando con él mi vientre, jugando con el cinturón de mi túnica.
Pataleé forcejeando en un vano intento, pues aunque conseguía golpear las espinillas de mi captor, no servía de mucho si la armadura las protegía. Sin embargo, cuando por casualidad me topé con mis propios ojos en la superficie metálica y pulida del peto, regalándome mi reflejo una cruel sonrisa, una oleada de alivio me recorrió por completo. “Los golpes se combaten con golpes, y el acero con el acero”, susurró una voz en mi mente. Por el rabillo del ojo vislumbré la olla crepitante, cuyo contenido hervía y rezumaba por los bordes. Bastó con que lo deseara para que esta se lanzara suicida hasta el hombre que me tenía sujeta, que soltó una exclamación de sorpresa, acompañada por un aullido de dolor cuando el caldo en ebullición se filtró por las rendijas de su equipo.
Algo mareada por el esfuerzo, caí al suelo y, sin darme tiempo de recuperar el aliento, me arrastré hacia la puerta entre charcos de sangre y vísceras, cerveza derramada, miembros cortados y alguna que otra moneda.
Afuera, el viento helador golpeó mi rostro. Habría sentido gratitud de no ser porque portaba los aromas de la muerte, pues a mi alrededor media Krishna fallecía devorada por el fuego y el acero.
Tenía que correr hacia las puertas, me dije… antes de que algo golpease mi cabeza violentamente y el mundo se oscureciera a mis sentidos, abandonada por mi conciencia a la suerte que aquellos extraños invasores quisieran depararme.
Cuando la luz del sol me despertó, debía de ser ya media mañana. Sobre la mesilla había una pequeña bandeja con el desayuno, lo último que me podía permitir tras pagar la estancia con mi última moneda, así que más me valía alimentarme bien. Un buen vaso de zumo, un trozo de carne y unos huevos fritos servirían para saciar mi apetito, al menos hasta el final de la tarde, cuando esperaba llegar a Khaedara. Era un viaje largo y cansado, pero era lo que tocaba. Y no solo porque un tipo y dos mastodontes me habían “ofrecido amablemente” que me dirigiera allí con presteza. Tras terminar mi desayuno, me vestí, abriendo la puerta de la habitación y bajando a la primera planta.
-¿Ya te vas, Caleb? –susurró una voz a mi espalda, cuando ya estaba a punto de salir de la taberna. Cathi se encontraba apoyada en una pared cercana, observándome. Tras hablar, se separó de ella, dando unos pasos hacia mí- Te vas a Khaedara, ¿no es así?
-Si, así es –respondí- Un señor muy amable y un par de hombres con cara de pocos amigos, también muy amables, me lo pidieron anoche. Amablemente, claro.
-¿Sabes? Hace unas horas me he enterado de que anoche atacaron la capital –hizo una breve y dramática pausa. Seguramente para regodearse en mi expresión, estupefacta- Aunque resistió, no te preocupes. Pero es muy probable que esta noche ataquen de nuevo.
-Espera. ¿Te preocupas por mí? ¿Quién eres y qué has hecho con Cathi? –bromeé saliendo del lugar- Estaré bien. Soy un gran mago, ¿no? –añadí mientras me alejaba, alzando una mano en señal de despedida. Si hubiera sabido lo que me iba a pasar, la noche anterior habría aceptado que me visitara.
El camino hacia uno de los establos de la ciudad era bastante corto, apenas tardé diez minutos. Cuando entré, pude ver a un hombre sentado al lado de una mesa, contando un montón de monedas, ensimismado. Parecía que ni se había dado cuenta de mi llegada, por lo que carraspeé un par de veces para llamar su atención. Al fin, elevó la vista hacia mí y, al observar mi túnica, señaló hacia la puerta de atrás, donde estaban los caballos y balbuceó algo que no llegué a entender.
-Que el dinero no se escapa, ¿eh? –le dije cuando pasé a su lado en dirección a la parte de atrás. Solo quedaba una yegua, de color pardo. Por suerte para mi, ya estaba preparada para marchar, por lo que la cogí de las riendas para sacarla de aquel lugar, dejando al propietario a solas con su dinero. Probablemente contado los días en los que podría tener tres comidas. Una vez que salí de allí, monté en la yegua y cabalgué para salir de la ciudad, en dirección a Khaedara.
La luz del día comenzaba a desvanecerse cuando alcancé a ver la hermosa capital del reino de Kártica. Había sido un viaje largo y agotador, teniendo en cuenta que apenas había parado para descansar, y mucho menos para comer o beber algo. Seguí cabalgando hasta llegar a una de las puertas de la ciudad.
-¿Vienes por el reclutamiento? –preguntó uno de los guardias. Afirmé levemente con la cabeza- Ve al cuartel, allí te informarán de todo –añadió haciéndose a un lado para dejarme paso.
Al contrario que Moldiu, Khaedara destacaba por el brillo intenso de sus edificios, hechos de un material reflectante como el cristal. Por eso era conocida como “la capital de la luz”, aunque eso era porque pocos conocían algunas de las cosas que realizaban en la ciudad. No obstante, poco importaba eso ahora. Los estragos de la noche anterior eran más que visibles: parte de la muralla norte estaba destrozada, y algunas de las casas colindantes estaban carbonizadas o destruidas. Suspirando levemente, me dirigí hacia el cuartel, situado en el ala oeste. Dejé el caballo atado en uno de los postes, pero cuando terminé de atarlo, antes siquiera de que pudiese entrar, se escuchó una fuerte explosión, no muy lejos de allí y sonó la alarma en toda la ciudad. El asalto había comenzado.
En apenas unos minutos, ya me encontraba sobre la muralla sur de la ciudad. Me habían destinado a uno de los puntos alejados del foco del ataque, por si solo se trataba de una maniobra de distracción del enemigo. Esperaba que lo fuera, ya que no quería quedarme sin ver a estas criaturas de cerca.
-Algo se mueve allí –dijo uno de los otros magos ahí apostados, antes de alzar sus manos, creando una bola de fuego y lanzarla contra los arbustos que señalaba. Antes de contactar contra los matojos, un destello verde la envolvió y neutralizó. Mi mirada se centro en el origen de dicho destello, pudiendo ver como un ser de más de dos metros de alto emergía de la maleza. Estaba cubierto por una armadura más negra que los edificios de Moldiu, y un gran casco cubría su cabeza. A pesar de ello, pude fijarme en el color de sus ojos, de un violeta intenso. Giró su cabeza, mirando hacia la oscuridad y gritó de una forma tan salvaje que hizo que un escalofrío me recorriese.
Comenzó entonces a emerger de una espesura un grupo de seres más pequeños, de garras y dientes afilados, como si se tratasen de lagartos. Avanzaban rápidamente hacia la muralla y, cuando se acercaban lo suficiente, saltaban para subirse a ella. Tuve que crear un muro de fuego cerca de mí para carbonizar a uno de esos seres. Otros de mis compañeros no fueron lo suficientemente rápidos. El más cercano por mi derecha tenía la garganta sesgada por el ser que ahora se acercaba corriendo, con sus garras directas a mi yugular. Apresuradamente, alcé mi mano derecha lanzando un carámbano de hielo que se incrustó en su cabeza, haciéndole caer muerto. Cada vez los enemigos eran más y más, apenas se podía distinguir cuantos eran. Cientos, probablemente, y nosotros no llegábamos ni a 50.
-¡Qué alguien pida refuerzos! –grité a pleno pulmón, esquivando a otro de esos lagartos y carbonizándolo antes de que pudiese darse la vuelta. El sudor comenzaba a cubrir mi frente. Empezaba a pensar que no había sido una buena idea venir a Khaedara a comprobar que seres habían aparecido.
-¡El ala oeste ha caído! –pude escuchar a otro mago gritar desde lejos, a pesar del ruido reinante por el caos de la batalla.
-AHORA si que me arrepien… –comencé a decir para mi mismo, aunque un rugido ensordecedor me impidió continuar. Alcé mi vista hacia el cielo y me quedé perplejo a la vez que aterrorizado. Allí pude ver al origen del rugido: un gran animal cubierto por escamas color azabache volaba sobre la ciudad, lanzando enormes bolas de fuego por su boca. Sobre él se encontraba alguien de aspecto humano, o eso parecía, ya que iba totalmente cubierto por una armadura del mismo color que el animal, que se dedicaba a lanzar poderosos rayos sobre algunas de las casas, haciéndolas explotar. Me quedé tan ensimismado observando al terrorífico, y a la vez majestuoso, animal, que me dí cuenta demasiado tarde que uno de los lagartos se abalanzaba sobre mí. Lo último que sentí fue como una de sus garras rozaba mi yugular.
Cuando quise darme cuenta, Irial había desaparecido de mi campo de visión. Una vez conseguí reaccionar todo recuperó su cotidiana sencillez.
- La batalla no aparecía dentro de mi contrato… - había sido contratado explícitamente para la vigilancia de la… aunque estaba claro que ellos esperaban que una vez aquí tomaría partido, pero estaban muy equivocados.
Abandoné la tienda con tranquilidad, no había traído ninguna clase de equipo más allá de las vestimentas y artilugios que siempre llevaba conmigo, por lo que el desplazamiento me resulto más sencillo. No se podía visualizar gran cosa desde el centro del campamento, solo un inmenso griterío y estruendos. Acababa de divisar el lugar perfecto. Cumplía todos los requisitos: alejado, con unas vistas preciosas hacia el espectáculo y lo más importante, lo suficientemente despejado como para llamar la atención si me aburría. Si, aquella especie de saliente en la montaña era perfecto.
- “Saliente”… Hasta el nombre va conmigo! –no pude evitar soltar un risotada histérica
No sé exactamente cuánto tiempo tardé en llegar allí. ¿Media hora? ¿Quizás menos? El tiempo carecía de importancia para mí, y en general para todos los de mi raza. Era algo orientativo pero nunca nos dejábamos guiar por él. Durante todo el trayecto evite mirar hacia atrás, sabía que la impresión del campo de batalla sería más espectacular y excitante si la veía desde esa altura sin haberla catado nunca antes.
La noche era encantadora, Medion, nuestro segundo satélite se alzaba firmemente en el cielo proyectando sobre el campo sus haces violetas. Esto, junto con la sutil fragancia de la zishswen, que florecían cada noche, hacían del crepúsculo algo bastante especial. Claro, sin tener en cuenta que unos metros más abajo estaba teniendo lugar un juego de niños.
El camino fue sencillo: barro, algunos animalillos y un par de xhenims huyendo del campo de batalla.
- Ahí está el honor y el valor de nuestra especie… -solté un bufido.
Aunque claro, yo no era quien para juzgarlos cuando era el primero que había evitado mancharse las manos.
Por fin llegué al saliente, que belleza se extendía ante mi y cuan patético era ver el primitivismo que imperaba en la escena. A pesar de todo nuestro “desarrollo”, las especies que se encontraban encima de la cadena, por si no os habéis dado cuenta, nosotros; seguían siendo tan irracionales como el resto de seres a los que nosotros llamábamos inferiores.
Lo primero en lo que me fijé no fueron sus numerosos guerreros, ni sus armas, ni en los pechos de las mujeres… sino en sus monturas.
El cielo estaba cubierto por una masa cobriza, a juego con la sangre de la batalla. Jamás en mis 23 años de existencia había visto tan aterradora criatura. De anatomía similar a grandes aves pero con varios pares de alas membranosas de distintos colores.
- Preciosos… Al menos se llevarán un buen recuerdo en visión panorámica a la tumba.
Sus fauces, dentadas y amenazantes. Sus rabos, no ese, eran alargados, terminando en un ensanchamiento que los hacía de respetar. Y sobre su lomo, una montura negra soportaba el peso de sus guias.
Me preguntaba cuanta distancia habrían entre nosotros, ¿tardarían mucho en llegar? Menos mal que nuestra visión estaba acostumbrada a las largas distancias.
Lo siguiente en lo que me fije fueron esas grandes bestias, con forma de artrópodos de seis patas, que estaban cargando hasta 20 personas. Algunos incluso transportaban grandes cañones o torres sobre sus exoesqueletos.
Se podría considerar que estabamos en una situación “difícil”. Todo nuestro ejercito estaba batallando en una llanura cercana al campamento, sin embargo ellos… ni la mitad de sus efectivos estaban en la batalla y a mi parecer no habían utilizado su armamento pesado.
- Me aburro… -bostecé.
Era cierto y, por suerte, un imprevisto suceso me sacó de la rutina en la que como espectador me hallaba sumido.
- ¡Altashir!- La sensual voz de Irial,quebrada en ese momento por el cansancio y el pavor, estaba solicitando mi atención.- He intentado pararlo, lo juro, lo intenté… -entoncés la chica se desplomó en el suelo.
- ¡Esa mujer necesita que le hagan el boca-boca!¡¿Es que nadie va a ayudarla?!- Finalizada mi broma, me lancé sobre ella para evitar que se golpease contra el embarrado suelo. ¿Qué hacer? Si la situación era tan trágica, una persona sóla no podría cambiarlo todo, al menos no realmente.
Dirigí mi vista hacia el tablero de ajedrez y cerré los ojos. ¿Cómo desconcertar a ambos bandos? En mi mente el cielo se habría para dar paso a una roca envuelta en llamas, los soldados se dispersaban, los gritos de terror… ¿Habría ocurrido de verdad?
Cuando abrí los ojos Irial me miraba.
- ¿Qué? Te juro que a veces funciona –esta vez no sonrió y mi parte fingida se undió con ella.
Después de aquello todo fue rápido, un rayo, una imagen, la arena en mi cara, dos cuerpos inconscientes derrumbados; títeres en manos de comediantes.