Había apilado encima de la cama todas las cosas que pensaba que merecería la pena llevarme. Un par de túnicas de diferentes tonos violáceos, la capa de piel negra, otro par de botas. También algunos libros de conjuros que, a pesar de pertenecer a la biblioteca de la Escuela de Jade, estaba segura que nadie me reclamaría, así como una pequeña mochila de cuero donde recoger mis pertenencias. En realidad, podría decirse que todas aquellas cosas eran mis riquezas. Yo no tenía joyas u objetos de mi infancia que considerar realmente míos. Cada cosa que siempre había necesitado me había sido proporcionada a través de Merkhaede, puesto que la relación con mi familia era prácticamente nula.
Viendo todos mis objetos recogidos, supe que tenía que poner punto y final a aquel extraño capítulo, a todo lo que había sido mi existencia hasta el momento. Quizás yo también había notado cómo todo lo que era, cómo todo lo que había sido, se estaba desvaneciendo en una bruma difusa. Y si Merkhaede tenía razón, acabaría ahorcada como si de un perro que se hubiera vuelto contra la mano del amo se tratase.
Pero también tenía la posibilidad de cambiar el bando, adaptarme y sobrevivir. Mis ansias de vivir, aunque fuera arrastrada, aunque fuera convertida en la miseria misma del mundo, me sobrepasaban. Y qué demonios, el borrar la línea de la corrección me hacía sentir tan… tan en paz….
Me senté ante el escritorio de caoba oscura, notando como por mi cuerpo se extendía un escalofrío electrizante, lleno de impaciencia. Busqué en el escote de mi túnica hasta dar con una pequeña llave de plata, que inserté mecánicamente en una cerradura situada en la parte frontal del mueble. Con un suave crujido, la superficie del escritorio se levantó. Inspiré fuertemente antes de enderezarla, mostrando un espejo sencillo, sin adornos, escondido en el fondo de la mesa.
Contenía el aliento mientras contemplaba mi reflejo. La piel pálida parecía temblar estremecida por las últimas luces de la tarde, que se reflejaban en mis ojos color avellana, llenos por un instante de un brillo dorado que se borró al parpadear. El cabello, negro y crespo, me caía sobre la cara desordenadamente, y lo estiré suavemente hacia atrás. Ahora estábamos ambas allí: yo y mi Anticonciencia, a solas.
- Me has echado de menos.- sonrió mi reflejo con suficiencia. Su voz resonó metálicamente en el dormitorio.
- Supongo que ya sabes que acabas de condenarnos a ambas…-suspiré, mientras mis dedos tamborileaban sobre la superficie de madera.
- Oh, sí, querida, me parece tremendamente injusto… Y sólo por continuar con nuestra investigación, la cual llevábamos a cabo por mera curiosidad… son tan desaprensivos…- mi Anticonciencia hablaba irónicamente. Siempre, desde que había tenido razón, ella me había asustado… su cruel sonrisa, no podía evitar pensar, sería la mía en algún momento.
- No generalices. Yo no tenía el más mínimo interés en esos… esas criaturas.
- No puedes pretender, pequeña fémina infame, que no prepare mi llegada con el mayor miramiento posible. ¿O piensas que me sirve de algo tu estúpida especialización en mentalismo? Dioses, hay miles de cosas más útiles que eso…
- ¿Demonios?- respondí malhumorada.- ¿Bestias? ¿Espíritus? No gracias. Las artes oscuras no me interesan.
- Oh, pero a mí sí.
- De todas formas, ya da igual. Sabes que hasta que llegue el momento…-tragué saliva ante la perspectiva inminente.-… No voy a volver a darte libertad. Evitaré todos los espejos del mundo si hace falta; los romperé uno a uno. Pero ahí te vas a pudrir, porque en lo que me queda a mí de cordura, no pienso dejarte salir una maldita vez más.
- Te portas de una forma tan estúpida… dejándote arrastrar como un cordero por todas esas personas que te odian, que desearían enviarte a patadas al infierno. Sabes que no puedes cumplir esa amenaza. ¿Quién te ama más que yo, Lilith? ¿Quién te conoce mejor que yo? Me necesitas, tanto como yo a ti.
- Déjame en paz.- aparté el rostro para no seguir mirándola.- Sólo deseas de mí aquello que te pertenecerá en un futuro.
- ¿Tan deplorable ves que cuide de ti por ese motivo, niña inepta? Es más de lo que cualquier otra criatura, viva o muerta, te dará jamás. Y lo sabes…- Mi reflejo había adoptado una mueca que intentaba imitar solemnidad.- Acércate.
Pegué mi frente al espejo sin darme cuenta que las lágrimas resbalaban por mis ojos. De nuevo había conseguido dominarme.
- Déjame que cuide de ti.- prosiguió.- Déjame que nos vengue a las dos. Crece, Lilith. Haz lo que te digo esta noche.
Yo asentí en silencio. Sabía lo que tenía que hacer. Llena de rabia, pero sobre todo de miedo hacia mi Anticonciencia, golpeé el espejo con el puño. Éste se rompió en mil fragmentos que se esparcieron por el escritorio. Mi mano sangraba cuando tomé el más grande de ellos y lo guardé en una bolsita de cuero que llevaba prendida al cinturón. Después, lentamente, me agaché bajo la cama y saqué un pesado volumen cuya portada de piel negra estaba adornada con serpientes de plata conformando un hexagrama. Ella tenía razón. La necesitaba… era lo poco que tenía de orgullo.
Cuando aquella noche, bajo la luz de la luna llena, abandoné la Escuela de Jade bajo mi capucha negra, el fuego devoraba aquél lugar que un día fue mi hogar, o lo más parecido a uno que tuve, mientras una sonrisa de satisfacción surcaba mi rostro salpicado de hollín. Era sobrecogedor sentirse tan bien.
Finalmente, el Mary Lou llegó a Moldiu. Habían pasado tan solo siete días desde que me embarqué en Aicrum, por lo que el pequeño barco había hecho un tiempo nada desdeñable, teniendo en cuenta que tardar diez días era un milagro. A pesar de ello, me dolió el dejar las veinte monedas en la mano del capitán, sintiendo mi bolsa mucho menos pesada que antes. Suspirando resignado, bajé y caminé hacia la ciudad. La calle estaba enlosada, lo cual resultaba muy grato para mis pies tras mi estancia en la ciudad del desierto. A ambos lados de la calle se alzaban altos edificios de mármol oscuro, con sus paredes reflectantes, como si se tratasen de grandes y oscuros espejos. De siempre me había preguntado como una ciudad portuaria y principal enlace de la nación de los magos podía ser tan…siniestra. No llamaba al turismo, por decirlo de alguna manera. De todas formas, Moldiu era la segunda gran ciudad de Kártica y alojaba a una buena cantidad de eruditos, ya que llegaban libros y saber de todas partes del mundo. Aunque la mayoría de ellos terminaban por pasar más tiempo en el burdel que en sus estudios. Continué caminando a través de la espina dorsal de la ciudad en busca de la taberna, ya que en la última semana habrán pasado muchas cosas. Con suerte, algunas de ellas tendrían que ver con los extraños seres.
El lugar era mucho más exquisito que “El Cerdo Volador”. Las mesas estaban dispuestas en filas y columnas, perfectamente ordenadas y cubiertas por una delicada tela de color violeta, sobre la cual se colocaba un mantel de color blanco. Había velas por toda la pared, aunque ahora estaban apagadas, ya que aún quedaban algunos rayos de sol. Ciertamente, el lugar era demasiado...acogedor para mi gusto, pero si quería conseguir información, era lo que tocaba. Busqué una mesa vacía y me senté en ella, ignorando las miradas de la mayoría de los allí presentes, ya que distinguían, a pesar de la suciedad, mi capa de estudiante de hechicería. Nada más sentarme, una joven y morena camarera se acercó hasta mi.
-Vaya, vaya, Caleb. Hacía tiempo que no nos dignabas con tu presencia. ¿En qué puedo servirte, oh gran mago? –preguntó con ironía.
-Déjalo ya, Cathi –contesté secamente mientras me apoyaba en el respaldo de la silla, alzando la cabeza para mirar a la muchacha- Háblame de los extraños seres aparecieron en el norte hace un mes.
-¿Ni siquiera un “hola”? –preguntó la camarera, mostrándose ofendida. Aunque al ver que la expresión de mi rostro no cambiaba, se acercó más a mí, inclinándose de forma que sus labios rozaban mi oído- Demonios. Así es como los llaman. Seres no humanos que asaltan y destruyen pequeños pueblos, pero que avanzan deprisa, dejando un rastro de sangre y muerte. –a pesar de que no podía verla, estaba seguro de que en su rostro se había formado una sonrisa cruel y divertida- Algunos dicen que en pocos días atacarán la capital. Y eso sería una verdadera tragedia, ¿no crees?
Tras decirme esto, se incorporó y se apartó de mi lado hasta ponerse de nuevo frente a mí. Ahora pude ver que, efectivamente, sonreía de esa forma, lo cual, aunque nunca lo admitiría delante de ella, me daba escalofríos.
-¿Y bien, esto es todo? –inquirió mirándome con los ojos entrecerrados.
-Quiero también una habitación para pasar la noche –dije lanzándole mi última moneda. La noche estaba cayendo y alguna otra camarera había encendido las velas de la taberna. Al escucharme, Cathi cogió una llave de su bolsillo con una mano, mientras que con la otra se guardaba el dinero.
-¿Solo deseas una habitación? –me dijo mientras apoyaba los codos sobre la mesa y se echaba hacia delante, mostrando más anatomía que la que debería. Con un rápido gesto, le quité la llave de la mano.
-Sí, solo una habitación –susurré a la vez que me ponía en pie y me dirigía al piso superior, donde estaban las habitaciones.
El segundo piso constaba de varios cuartos individuales y un estrecho pasillo que serpenteaba entre todos ellos. Busqué aquella que había acabado con el dinero que me quedaba y la abrí. Se trataba de una habitación bastante sencilla: una cama en su lado derecho, con las sábanas perfectamente colocadas; una mesilla de noche al lado de ésta, donde reposaba una vela encendida; y una ventana al lado izquierdo. Me deshice de mi capa y capucha, dejándolas a los pies de la cama, tumbándome en esta después. Sin siquiera darme cuenta, me fui quedando dormido, debido al cansancio por el largo viaje. Mis ojos se cerraron lentamente, hasta caer en un profundo sueño. Profundo sueño que apenas duró unos 20 minutos, ya que me despertaron tocando fuertemente la puerta. Resignado, me levanté y fui hacia allí, maldiciendo a quien fuese que se encontrase detrás.
-Te dije que solo quería una habitación, Cathi, no una visita tuya –dije molesto mientras abría la puerta y miraba a la persona que había ahí. Nada más hacerlo, me quedé estupefacto. No era Cathi quien estaba ahí. De hecho, no había ninguna chica, si no que había tres hombres, dos de los cuales podrían perfectamente contar doble. Esos dos vestían armadura, en las que pude distinguir el sello de Khaedara. El otro, que parecía ser el autor de los golpes en la puerta, vestía una túnica de color dorado. Ese era el color de los cargos del gobierno de la ciudad.
-Por orden del gobernador de Kártica, todo mago o estudiante de alto nivel debe acudir inmediatamente a la capital. Es una emergencia –habló el hombre del gobierno.
-¿Q-Qué? –fue lo único que pude responder, ya que estaba adormecido y ligeramente confuso.
-Los Demonios se están acercando peligrosamente a Khaedara –dijo como única explicación, fijándose entonces en las ropa que había puesto antes encima de mi cama.- Veo que sois un estudiante de magia, por lo que debéis acudir al llamamiento. No os preocupéis por cómo llegar, ya que todos los establos tienen la orden de proporcionar un caballo a los magos que se dirijan hacia allí. Ahora, si me disculpa, debo de continuar. Y, por favor, acuda mañana. Es una orden, le recuerdo –mientras terminaba la frase, miró alternativamente a los hombres que tenía a su lado. Tras eso, se dio media vuelta y se marchó a la siguiente habitación.
-Genial –susurré cerrando la puerta y volviendo directamente a la cama. Necesitaría dormir. Mucho, además. Lo único positivo es que podría ver que eran esos....demonios. Y, con algo de suerte, hasta jugaríamos juntos.
“Vigilar” “Vigilar” “Vigilar”
Ordenes claras y sencillas. Durante los últimos años, había adquirido cierto prestigio en temas de vigilancia y agilidad entre mi gente, cierto prestigio que desee no tener. “Tomatelo como un pago por tus daños” me habían dicho. Ciertamente, podía haber huido pero, quizás por no querer una vida de furtivo, por estar ocupado o por la extraña relación que surgió entre Irial y yo, acepté el castigo.
Al contrario que muchos, nadie me había enseñado, nadie me había dado un espada y me había dicho ¡muévela! Tuve que llevar una vida de continuos hurtos y viajes que dejaron en mí la profunda huella de la experiencia. Hacía 10 años que había perdido todo rastro de mi familia, y diez años suponían la mitad de mi vida. Pero tranquilos, aquello no era un motivo de añoranza o tristeza para mí, quizás más bien algo que me empujaba a resistir dentro de un mundo que poco a poco llegaba a su fin. Aquel trabajo no me resultaba para nada difícil, es más me gustaba, era… como un juego.
- Tranquilo Vorg, no hay peligro.-volví a tomar un sorbo de aquel liquido azul- Al único que tienes que tener vigilado es a mi. – no puedo negar que si no fuera por esa falta de libertad, ya habría matado a ese viejo.
- No sé como puedes estar tan tranquilo. Irial ha dado la señal de que esta noche tienen planeado el ataque al campamento y tu… Tú eres un niño – no pude evitar soltar una risotada.
- Me encanta escuchar esa palabra. ¿Lo sabías? –todo aquel que me conocía me trababa de loco, pero ¿que se puede esperar de un ilusionista? La niñez… ojala hubiera tenido de eso- Vorg, ¿sabes lo que soy verdad? ¿Sabes lo que puedo hacer? ¿Y si todo lo que ves ahora, fuera un producto de tu imaginación? – ni yo sabía muy bien hasta donde quería llegar, solo quise divertirme un poco- Bueno… más bien de la mía.
Ambos nos encontrábamos sentados en la entrada a una tienda del campamento de batalla,
en la tienda de la “jefa”. Dos lunas brillaban en lo alto del firmamento, revelando una compleja red de tiendas y puestos donde multidud de personas corrian de acá para allá.
Instantáneamente, una figura alta apareció sin hacer ruido ante nosotros, lo único que se podía apreciar era el brillo blanquecino de su piel, sin ningún tipo de vestiduras excepto un viejo pantalón de tela negra. Se movía con una tremenda sutileza, sin hacer ruido, con elegancia. Era uno de nuestra raza, un xhenim.
- Vorg… Te reclaman en la sala de armas – dicho esto, el mensajero agachó la cabeza mientras mi compañero de vigilancia permanecía sentado, mirándome.
- Tic tac, ¿será una ilusión? – entonces, sin previo aviso, una explosión retumbó en el extremo oeste del campamento. Nadie dijo nada, Vorg y el otro xhenim desaparecieron en la negrura mientras yo permanecí sentado alrededor de las llamas, observando las figuras que se creaban en ellas, ¿o las creaba yo? Cuando eres un ilusionista la verdad carece de valor, la relatividad toma las riendas de tu pensamiento y la locura acecha.
- Gracias a Elos… -cerré los ojos, dibujando en mi mente diez niños alrededor de la tienda. Los niños empezaron a jugar- Perfecto…
El problema de mi habilidad es que la gente desconfiaba de la verdad con mayor frecuencia de lo habitual, pero siempre me las apañaba para conseguir que “mi verdad” resplandeciera por encima de las suyas.
Volviendo a la misión. La guerra había estallado en varios sitios del mapa, el desierto de Arahas, las montañas del norte, Pershûj… Las razas menores que ocupaban esos emplazamientos ya habían sucumbido a La Nueva Amenaza, sin embargo, nosotros aún resistíamos, aunque no sé muy bien a qué. Esas criaturas habían aparecido haría poco más de un año y ya habían devastado la mitad de las tierras. ¿De dónde habían salido? No lo comprendíamos, pero el acero nos llamaba a defender lo que era nuestro. No importaba nada más.
Habían traído nuevas armas, artilugios y ciertos trucos que habían conseguido que muchas de las razas menores firmaran pactos con ellos, sin llegar al campo de batalla. Pero nosotros no, nosotros éramos poderosos…
- Altashir… -un susurro dulce llegó a mis oídos- Altashir… -venía de dentro de la tienda. Era la voz de Irial… Dulce, pero ahora cargada de miedo.
Sin pensarlo dos veces me levante de un salto y me desplace entre las cortinas de los aposentos pero… todo estaba vacío y solo una figura ocupaba el enorme habitáculo. Éste tenia una forma redondeada con diversas puertas que daban a otras habitaciones. La decoración se basaba en el morado y multitud de cortinas caían desde el techo haciendo que la estancia cobrara cierto misterio. La figura que tenía clavados sus ojos en él era Irial, la ishri, el alto cargo que guiaba nuestros pasos en la batalla.
- ¿Irial?
Fue entonces cuando me fije en la situación. La mujer estaba en medio de la habitación sin apenas ropa, solo un trozo de tela conseguía cubrir sus partes más deseadas. Su piel blanca brillaba y los dibujos que hacían sus venas negras conseguían un perfecto contraste con esta. Su actual vestimenta me dejaba ver algunos dibujos que nunca había tenido bajo mi mirada, algunos parecían animales, otros palabras… algunos simplemente no tenían relación con nada. Su pelo negro, al igual que el de todos los xhenim, estaba recogido en forma de trenzas.
- Acércate –no pude resistirme a su voz, la conocía desde hace unos meses e Irial había conseguido caerme bien, pero nunca había actuado así. Me acerqué unos pasos, como hipnotizado, mientras seguía observando sus rasgos. Los ojos, completamente negros conseguían una perfecta sincronización con sus labios, también de este pigmento.
Ya solo me encontraba a unos centímetros de la figura, con mis dedos a puntos de rozar su lisa piel, cuando se desvaneció a mi contacto. Risas.
- Pequeño, no eres el único que sabe hacer trucos – Irial apareció detrás de unas cortinas de seda. Aún seguía riéndose. Ahora iba vestida, luciendo un esplendido corsé, con ciertas dagas adheridas de él, y unos pantalones de cuero- Tenías que verte la cara. –su rostro me observo detenidamente, como el de una niña que ve una muñeca por primera vez- Debes controlarte, Vorg te va a matar.
- ¿Pequeño? Me superas en cinco años, y me apostaría algo a que he tenido más gente en mi cama que tu –mi voz sonó enfadada y aquello hizo que la chica parara sus continuas risotadas.
La chica se acercó ágilmente hacia mí y me susurró al oído.
- Pero no soy yo el que se muerte por meterme en mi cama –dicho esto se separó dando un par de brincos- Creo que será mejor que vuelvas a tu puesto, aunque esta noche no se producirá ningún ataque.
Aún no entendía como alguien que se comportaba de manera tan infantil podía guiar nuestros pasos en la guerra, pero si Elos la había elegido nadie podía contrariar su decisión.
- En tal caso, quizás podría hacerte compañía esta noche. Tómatelo como parte de mi trabajo –hice sonar mi voz graciosa y con cierto contenido sensual.
- No duermo con plebeyos –hizo un gesto de desprecio con la mano.
Entonces un cuerno sonó en la lejanía. La batalla había empezado.
El voladero tenía la conformación de un prisma hexagonal de unos seis metros de alto, en cuyo enrejado y postes de forja negra, retorcidos como las ramas de un árbol artificial de miles de hojas grabadas con precisión, se acumulaban hilos blanquecinos de nieve. La cerradura se había quedado atascada por culpa de la helada, y por más que forcejeaba con la llave, no era capaz de abrirla por mis propios medios. Mi aliento se condensaba contra el cristal bajo el enrejado, mientras que con los ojos entornados para no mirar el vidrio daba golpes en la gruesa película de escarcha que me impedía el entrar. Finalmente, con las manos enrojecidas por el frío y los golpes, conseguí romper la mayor parte del hielo, abriéndose quejumbrosa la puerta ante mí, lo que provocó que una buena cantidad de agua helada se precipitara desde el tejado.
Por suerte, tuve tiempo suficiente para recoger la pequeña bolsa de cuero que había dejado junto a mí en el suelo e internarme en la inmensa jaula, donde el frío no dejaba de extender sus garras punzantes. Aquel invierno estaba siendo, sin lugar a dudas, uno de los más duros que había conocido a lo largo de mi corta vida. Aun así, a pesar de la densa niebla que acompañaba las gélidas temperaturas y ventiscas, pude ver a los cuatro pequeños pájaros que quedaban vivos de las más de doce parejas que un día habíamos poseído en la Escuela de Jade. Las aves se habían apretado en un rincón, mirándome impasibles con sus ojos vacíos limpiar el comedero central y volver a llenarlo con el contenido de la bolsa de cuero que portaba, sin intentar siquiera amagar su canto estridente de antaño. Sabía ya de antemano que poco tiempo les quedaba, puesto que era complicado que aquellas criaturas tropicales de plumas pardas y doradas con sus largas colas extravagantes sobreviviesen sin el calor de una hoguera. Sin embargo, cuando habíamos probado a encender la gran lámpara central, nuestras aves del paraíso se habían precipitado con violencia a las llamas en un acto suicida, dejando flotar en el aire un penetrante olor a chamusquina. Tomándolo como un mal presagio, nuestra Maestra Merkhaede había decidido olvidarse de los pájaros, encomendándonos a nosotros la tarea de su cuidado, a pesar de conocer de antemano la suerte de los desgraciados bichos. Me daba lástima verlos morir de frío, pero no me importaban lo suficiente como para volver a arriesgarme a encender la hoguera, de modo que acabé mi labor lo más rápido posible y volví a cerrar el voladero. Tan espesa era la calígine que ni siquiera se apreciaba la silueta de la Escuela entre los árboles. Para cualquier alumno que llevase menos años habitando la casa, sería un laberinto su inmenso jardín de árboles pelados por el frío, pero habiendo pasado más de tres cuartas partes de mi vida en esas tierras y los bosques colindantes, no me habría resultado más difícil recorrer la distancia que me separaba de ella con una venda en los ojos.
Ciertamente me decía a mí misma que era triste el hecho de no conocer ni un solo paso más del mundo que aquel lugar alejado de la mano de los dioses, donde la primavera y el otoño eran rápidamente absorbidos por inviernos o veranos interminables, donde no llegaban las granjas de los agricultores porque no había nada que arraigara en nuestras tierras que no hubiera nacido salvaje. La Escuela de Jade se hallaba, según solían decir los otros estudiantes, en el último rincón de tierra firme. Yo solamente podía situarla en los mapas de los libros de geografía del tercer pasillo a la izquierda del ala de no magia de la biblioteca.
Tardé cerca de un cuarto de hora en alcanzar la inmensa vivienda de piedra, la cual se alzaba serena desde sabían los dioses cuando, medio devorada por la hiedra, que en dicha época estaba muerta por las continuas nevadas. Cuando entré en el inmenso recibidor de piedra del que las escalinatas de mármol se alzaban hasta los pisos superiores, sentí alivio en todo mi cuerpo gracias al contraste de temperatura, tan cálida y agradable en el interior. Deslicé la capucha hacia atrás para liberarme de ella, y me di cuenta hasta que punto había quedado húmeda mi ropa estando en el jardín, de modo que sin pararme siquiera a observar a los pequeños grupos de jóvenes que charlaban animadamente a mi alrededor, inicié mi ascenso hasta la tercera planta, donde se hallaba mi dormitorio.
Hacía tiempo ya que me había hecho a las miradas temerosas e inquietas de los alumnos más jóvenes, a las de superioridad y desprecio de los estudiantes medios y a la fría indiferencia que yo compartía con los de grados más elevados, que además solían ser los más próximos a mi edad.
Circulaban rumores extraños sobre mí que desde luego no eran ciertos, tales como que había empleado oscuros rituales de sacrificios humanos en mis conjuros, o pactado vendiendo mi alma a entes de dudosa ética para alcanzar el grado de conocimiento que por aquel entonces poseía.
Realmente no necesitaba oírlos de sus labios, los veía todos reflejados en sus ojos, con esa rabia ciega que el ser humano enfoca a lo que no es capaz de comprender. Sin embargo, lejos de dañarme, sus conductas molestas y dañinas en muchas ocasiones eran, y de eso estaba completamente segura, un incentivo más para ahondar en mis estudios de dominación y mentalismo.
Mi dormitorio era una sala circular no muy grande, en la que cabían cómodamente una cama amplia de madera oscura y con una sencilla colcha violeta, una pequeña mesita de color similar junto a la misma, un armario grande cuya forma se adaptaba a las paredes del cuarto, un escritorio y un cómodo sillón junto a un ventanal grande que daba justo al claro en el que había estado un rato antes. Aunque carecía de total decoración no podía decirse que estuviese vacía, pues había decenas de enormes volúmenes polvorientos, manuales en su gran mayoría, que contenían desde ochenta y cinco recetas distintas del suero de la verdad hasta poderosos conjuros que entregaban la voluntad de una persona durante toda su existencia al ejecutor, pasando por supuesto por simples trucos de lectura de mente, brebajes de hipnosis, hechizos de telequinesis y otros tantos que sencillamente me fascinaban. Por ello, sobre el antes mencionado y desordenado escritorio, tenía un pequeño cuaderno en el que anotaba todos aquellos que, de alguna manera o de otra, habían conseguido capturar mi atención.
Con un gesto mecánico me deshice de la capa de piel negra que me envolvía, depositándola descuidadamente sobre el lecho, y de repente escuché repentinamente unos suaves golpes contra mi puerta. Alcé una ceja sorprendida, pues para mí no eran frecuentes las visitas, y me apresuré a abrir, encontrando en el pasillo a una chica de alrededor de catorce años que bajaba los ojos con timidez, ocultándolos en su melena rubia y rebujando su túnica rosácea entre las manos nerviosas.
– ¿Qué quieres, niña?- inquirí perpleja ante su presencia.
– Mer... Merkhaede...
– ¿Sí?- traté de apremiarla, impaciente.
– Me ha dicho que te llamara, ella... te espera en su despacho.
Sin dejarla casi terminar salí del dormitorio, cerrando la puerta tras de mí y dejando a la cría en el rellano con cara de no comprender muy bien qué estaba pasando. En unas cuantas zancadas alcancé las escaleras que me dispuse a subir velozmente hasta el último rellano. El despacho de nuestra Maestra era inmenso, ocupando toda una planta entera, pues daba a las salas de exámenes y a diversos anexos cuyo contenido solo Merkhaede contenía. Llamé suavemente y pronto escuché la voz de mi mentora invitarme a acompañarla.
– Me has mandado llamar.- sentencié, pues preguntarlo era absurdo. No esperé a que me diera permiso para sentarme en una de las butacas que había frente a ella. Merkhaede era una mujer peculiar, de corta estatura y grandes ojos de gacela, con el cabello trigueño alborotado descuidadamente y unas gafas que constantemente resbalaban por su estrecha nariz aguileña.
– Sabes de que voy a hablarte, Lilith.
– Entonces supongo que no soy la única que lo ha notado.
– No, claro que no.- Merkhaede fumaba de una pequeña cachimba azulada con dibujos dorados, y el humo se extendía en torno a ella dibujando figuras abstractas.- El sello se resquebraja en tu interior, y cada grieta que se hace pone en peligro a todos y cada uno de los alumnos de mi Escuela.
– No creo que sea justa tu acusación, Maestra. Sabes que los otros...- tragué saliva, incómoda por unos momentos.- En fin, de cualquier manera, no tengo relación con ellos. ¿Qué mal puedo causarles?
– Lilith, lo que no puedes pretender es ponerme excusas. Sé con certeza que libros estás sacando a escondidas de la biblioteca.- Una gota de sudor frío recorrió mi espalda. Si lo sabía, si alcanzaba a comprender hasta que punto todo había avanzado...- ¿Qué puedo pensar si sucumbes a tentaciones semejantes, querida? Cuando convives con la maldad que reside en cada persona, aprendes a saber cuando debes ceder terreno y cuando ser firme y recto. Sin embargo, tu maldad ha estado gestándose casi veinte años, tratando de liberarse de las cadenas que tu padre le puso en tu corazón. Y sería una completa estupidez engañarse pensando que no le falta poco para desatarse. Por supuesto, no podría permitir que eso sucediese en mi Escuela... ¿cómo dominar una veintena de sombras que ansían dominar una vida joven como la tuya?
–En otras palabras más simples, me estás expulsando, ¿no es eso?- No pude evitar esbozar una sonrisa amarga a medida que ella hablaba, y mis dedos se crisparon en el sillón.
– Debes de comprender la situación en la que me hallo. Has sido casi una hija para mí desde que llegaste a tus cuatro años... ¿podía imaginarse niña más servil, mas dulce, más atenta?
–Todo lo que unos padres podrían desear, sí.- repliqué con sorna, poniéndome en pie.- No te importó acogerme mientras no te daba problemas. Apuesto que pensaste que sería un interesante sujeto de estudio. ¿Miento?
– Lilith sé adulta. ¿Crees que me gusta la situación más que a ti?
– Pues así debe ser, puesto que en tu mano esta evitarla y no lo haces.-Caminé hasta la puerta con calma.- Pero no te preocupes por tu maravillosa Escuela. Me marcharé mañana, y con mucha suerte no tendrás que saber más de mí.
Esta vez había conseguido enfurecerla con mi respuesta, pues casi gritó:
– ¡Piensa que también pude haberte matado!
No pude evitar volverme una última vez.
– Era lo que pensabas hacer cuando me has llamado, Merkhaede. No olvides todo lo que me has enseñado. No olvides que puedo leerlo en tus ojos.
El Cerdo Volador se encontraba en una de sus horas bajas del día. Se trataba de una pequeña taberna situada a las afueras de Aicrum, cuya clientela más habitual eran forajidos, ladrones y otros perros del desierto, pues la ciudad portuaria se encontraba a las puertas del gran desierto rojo. Apenas habían pasado un par de horas tras la comida, y el ambiente era tan seco el aire parecía quemar los pulmones. Yo me encontraba en una de las mesas más alejadas de la puerta, disfrutando de un buen trago de mi bebida, cuando Lucy, la camarera, se acercó hasta mí con cara de pocos amigos, dirigiendo su mano hacia mi rostro, por lo que tuve que sujetarle el brazo.
-Te advertí que la próxima vez que lo hicieras, terminarías con un lado de la cara ligeramente más rojo que el otro –dijo indignada, liberando su brazo de mi mano.
-Eh, yo no tengo la culpa –repliqué, mostrándome molesto, aunque una pequeña sonrisilla se dibujó en mi rostro – Es totalmente normal que el contenido de una jarra salga sola de ella y se lance contra tu pecho, el cual, por cierto, se ve mucho mejor ahora. La ropa mojada es más transparente, ¿lo sabías? –añadí con sorna, dirigiendo la mirada descaradamente hacia el busto de Lucy.
-Eres un…-comenzó a contestar la camarera, aunque se detuvo a mitad y respiró hondo para serenarse- ¿Has pensado alguna vez en ser el nuevo icono de nuestra taberna? Creo que serías la imagen perfecta.
-Nunca se me ha dado bien volar, lo siento. Además, tengo demasiada categoría. Tendrás que buscarte a otro para que preste su rostro a este tugurio, lo cual no te resultará muy complicado -le dije en voz baja- Allí tienes a varios -comenté mientras señalaba con la cabeza un grupo de cuatro tipos. Todos vestidos con camisetas cortas rasgadas y pantalones de mismas características. Todos de cuerpo robusto y fuerte. Y, especialmente, todos dirigiendo sus miradas asesinas hacia mí.
-Por favor, otra vez no -me ordenó Lucy en voz baja. Aunque, más que una orden, parecía una súplica.- ¿Ya no recuerdas lo que pasó la última vez que tuviste una pelea aquí?
-Pasó que deleité a todos los presentes con una exhibición de hechizos de fuego. Pudieron ver como un poderoso mago se libraba de unos toscos rufianes –contesté llevando la jarra hacia mi boca, vaciando su contenido en mi garganta y depositándola de nuevo sobre la mesa.
-Quemaste toda la posada -aclaró la camarera.
-Eran muy grandes. Necesitaba mucho fuego -repliqué con aplastante lógica. La pobre Lucy suspiró, rindiéndose frente a mis argumentos.- No quiero ofenderte, pero ya imaginarás que no he venido solo para disfrutar de tu compañía. Necesito cierta…información –como era bien sabido, la taberna del Cerdo Volador era el lugar ideal si uno quería conocer cualquier detalle de lo que pasaba en el mundo. Cualquier detalle extraño o sucio, por supuesto. Aquí se reunía la escoria de todo el mundo para intercambiar rumores, además de puñaladas, y Lucy tenía unas orejas muy trabajadoras.
-Kártica, ¿no es así? –inquirió la muchacha. Kártica era el reino más occidental del mundo, caracterizado por sus magos y eruditos, expertos en lo arcano. Al contrario que Aicrum, situada al este y dominada por brutos sin inteligencia.- Todo lo que sé es que hace tres semanas unos extraños seres comenzaron a aparecer al norte del reino y atacaron sin control. Algunos que les han visto aseguraban que actuaban de una forma totalmente irracional, como si solo ansiasen causar caos y destrucción, sin importarles siquiera su propia integridad. Pero eso no es todo –añadió antes de una dramática pausa, acercándose más a mí y bajando su tono de voz- Sean lo que sean, una cosa está clara. No son humanos.
Tenía que admitirlo: la información de Lucy me había dejado algo traspuesto. Unos seres habían comenzado a arrasar Kártica. Seres completamente locos y, lo que resultaba más impactante, no humanos. En ese momento me levanté de la mesa, decidiendo ya mi siguiente paso. Avancé hasta la puerta de la taberna, dispuesto a irme, aunque antes de ello me giré para mirar a la camarera.
-Oh, y apúntame la bebida en mi cuenta. Justo al lado de donde tienes apuntado que te debo aún lo que te costó la reparación de la taberna tras mi última visita.
La luz del sol me cegó durante unos instantes nada más salir del local. En esa maldita ciudad siempre hacía un calor asfixiante y, desde luego, aquel día no era una excepción. La mayoría de sus calles estaban hechas de arena, tan solo la principal tenía losas sobre las que poder caminar cómodamente, sin sentir como tu pie se hunde en ese fuego arenoso. Con la información que me había proporcionado Lucy, ya tenía claro que debía volver a Kártica lo antes posible. Esto es, tomando un barco en los muelles de Aicrum, que me llevara hasta Moldiu, principal ciudad costera de mi destino. Mientras me dirigía hacia el puerto, pude fijarme una vez más en los edificios de mi alrededor. La mayoría presentaba como color de fachada un amarillo muy parecido al del paisaje que me rodeaba, aunque algunas tenían detalles blancos o cobrizos. Nunca olvidaré la primera vez que pisé Aicrum, hacía entonces un par de años. Era un lugar totalmente distinto a mi ciudad natal, Khaedara, capital del reino mago de Kártica. Un simple vistazo a la tosquedad de las construcciones daba a entender que en el desierto, importaba más un buen puño que una buena cabeza.
Finalmente, llegué al puerto. Apenas había un par de barcos encallados, tranquilos debido al poco viento. Antes de buscar a alguno de los capitanes de dichas embarcaciones, me acerqué lo más que pude al agua, hasta verme reflejado en ella. Mis ojos, de color marrón oscuro, recorrieron mi imagen. Para el corto paseo que había dado y para el aire que corría, mi pelo moreno estaba lleno de arena, por lo que pasé mi mano por sus cortos cabellos para sacudírmela. Mi túnica de estudiante para hechicero –ya que, ciertamente, nunca llegué a graduarme en la academia de Khaedara, siempre terminaba prendiendo algo que no debía o suspendiendo la magia teórica- había adquirido un tono amarillento, lejano a su color marrón habitual, aunque la arena se hacía más notable en mi capucha y capa del mismo color. Siempre decían que aparentaba ser poco más que un adolescente y mi estatura, poco más de metro setenta, mi barba afeitada y mi complexión media no hacían mucho para mejorar mi imagen juvenil.
Dejando a un lado mi vena “narcisista”, me alejé del agua y eché otro rápido vistazo a los barcos, decidiendo visitar el más cercano. Su pequeño tamaño y sus pocas armas me hacían pensar que se trataba de una embarcación rápida, justamente lo que estaba buscando. Lo rodeé hasta encontrarme con un hombre de mediana edad que, al sentir mi presencia, se giró hacia mí.
-¿Puedo ayudarle en algo, amigo? –a pesar de su tono de voz rudo, no parecía muy amenazador. Algo extraño en un lugar como aquel. Decidí avanzar un par de pasos hacia él.
-Busco un barco que me lleve hasta Moldiu. Rápido, si es posible –respondí mientras lo analizaba. Sus brazos eran fuertes y grandes, cada uno como mis dos. Su rostro era duro y tenía un temple aterrador debido a la gran cicatriz que lo cruzaba verticalmente, rozando su ojo izquierdo- ¿Eres tú el capitán de este barco?
-Mary Lou es mi pequeña hija, por decirlo de alguna forma –dijo como respuesta a mi pregunta, dirigiendo durante algunos segundos su mirada hacia el navío- Tienes suerte, chaval. Me dirijo al reino de los lumbreras para recoger ciertas mercancías y podría llevarte. Por un precio, claro está –tras ver mi cara interrogante, prosiguió- 20 monedas, todo incluido.
-Podría ir en un barco mucho más grande por tan solo 16 ó 17 monedas. Y seguro que iría mucho más cómodo que en este cacharro –alegué, intentando regatear el precio, ya que no me quedaban mucho más de 20 monedas y no parecía que iba a tener ingresos pronto.
-Pero tardarías el doble de tiempo, muchacho
Aunque me costaba admitirlo, el lobo de mar tenía razón. Los barcos grandes eran también muy lentos, y yo tenía prisa por investigar los rumores que me había contado mi preciada camarera.
-Está bien, viejo. Tu ganas –dije mientras suspiraba, dándome por vencido. Desde luego, no iba a poder regatear con él.
-Buena decisión muchacho. Ahora sube, que nos vamos. Mi nombre es Darius –añadió mientras alargaba su mano derecha, la cual apreté para cerrar el trato.
-Mi nombre es Caleb. Caleb Firwall.
Sobre algún lugar del ancho mundo de sombras, las estrellas sonríen. El habitáculo se halla iluminado por la mágica luz azulada de los espejos que vibran. La puerta se cierra tras ella, silenciosa, y cuando sus ojos se acostumbran a la semipenumbra, percibe dos sombras más que, sentadas ante una amplia mesa de madera, han dirigido su mirada hacia la recién llegada.
El cofre cae en la mesa pesadamente, y el golpe estremece los corazones de los tres jóvenes, que se inclinan expectantes ante tamaño tesoro. La muchacha nota sus manos torpes mientras pelea con la cerradura, y al final se ve obligada a dejar que sea uno de sus compañeros quien abra la tapa.
Son tres, tres volúmenes mohosos cuyas páginas huelen a siglos entre estanterías y ratas. No tardan en repartírselos; violeta para ella, el tono de la sangre reseca para el joven que abrió el cofre y finalmente un suave azul para el último muchacho.
- No puedo creer que por fin vaya a salir a la luz…- murmura este último, mientras contiene el aliento. Saben que cada uno solamente tiene la capacidad de interpretar su propio libro, su propia historia, y no obstante, se mueren de curiosidad por conocerla al completo… quizás sólo la magia inscrita en ella pueda darle sentido a todo… quizás de alguna manera sea su propia historia…