El voladero tenía la conformación de un prisma hexagonal de unos seis metros de alto, en cuyo enrejado y postes de forja negra, retorcidos como las ramas de un árbol artificial de miles de hojas grabadas con precisión, se acumulaban hilos blanquecinos de nieve. La cerradura se había quedado atascada por culpa de la helada, y por más que forcejeaba con la llave, no era capaz de abrirla por mis propios medios. Mi aliento se condensaba contra el cristal bajo el enrejado, mientras que con los ojos entornados para no mirar el vidrio daba golpes en la gruesa película de escarcha que me impedía el entrar. Finalmente, con las manos enrojecidas por el frío y los golpes, conseguí romper la mayor parte del hielo, abriéndose quejumbrosa la puerta ante mí, lo que provocó que una buena cantidad de agua helada se precipitara desde el tejado.
Por suerte, tuve tiempo suficiente para recoger la pequeña bolsa de cuero que había dejado junto a mí en el suelo e internarme en la inmensa jaula, donde el frío no dejaba de extender sus garras punzantes. Aquel invierno estaba siendo, sin lugar a dudas, uno de los más duros que había conocido a lo largo de mi corta vida. Aun así, a pesar de la densa niebla que acompañaba las gélidas temperaturas y ventiscas, pude ver a los cuatro pequeños pájaros que quedaban vivos de las más de doce parejas que un día habíamos poseído en la Escuela de Jade. Las aves se habían apretado en un rincón, mirándome impasibles con sus ojos vacíos limpiar el comedero central y volver a llenarlo con el contenido de la bolsa de cuero que portaba, sin intentar siquiera amagar su canto estridente de antaño. Sabía ya de antemano que poco tiempo les quedaba, puesto que era complicado que aquellas criaturas tropicales de plumas pardas y doradas con sus largas colas extravagantes sobreviviesen sin el calor de una hoguera. Sin embargo, cuando habíamos probado a encender la gran lámpara central, nuestras aves del paraíso se habían precipitado con violencia a las llamas en un acto suicida, dejando flotar en el aire un penetrante olor a chamusquina. Tomándolo como un mal presagio, nuestra Maestra Merkhaede había decidido olvidarse de los pájaros, encomendándonos a nosotros la tarea de su cuidado, a pesar de conocer de antemano la suerte de los desgraciados bichos. Me daba lástima verlos morir de frío, pero no me importaban lo suficiente como para volver a arriesgarme a encender la hoguera, de modo que acabé mi labor lo más rápido posible y volví a cerrar el voladero. Tan espesa era la calígine que ni siquiera se apreciaba la silueta de la Escuela entre los árboles. Para cualquier alumno que llevase menos años habitando la casa, sería un laberinto su inmenso jardín de árboles pelados por el frío, pero habiendo pasado más de tres cuartas partes de mi vida en esas tierras y los bosques colindantes, no me habría resultado más difícil recorrer la distancia que me separaba de ella con una venda en los ojos.
Ciertamente me decía a mí misma que era triste el hecho de no conocer ni un solo paso más del mundo que aquel lugar alejado de la mano de los dioses, donde la primavera y el otoño eran rápidamente absorbidos por inviernos o veranos interminables, donde no llegaban las granjas de los agricultores porque no había nada que arraigara en nuestras tierras que no hubiera nacido salvaje. La Escuela de Jade se hallaba, según solían decir los otros estudiantes, en el último rincón de tierra firme. Yo solamente podía situarla en los mapas de los libros de geografía del tercer pasillo a la izquierda del ala de no magia de la biblioteca.
Tardé cerca de un cuarto de hora en alcanzar la inmensa vivienda de piedra, la cual se alzaba serena desde sabían los dioses cuando, medio devorada por la hiedra, que en dicha época estaba muerta por las continuas nevadas. Cuando entré en el inmenso recibidor de piedra del que las escalinatas de mármol se alzaban hasta los pisos superiores, sentí alivio en todo mi cuerpo gracias al contraste de temperatura, tan cálida y agradable en el interior. Deslicé la capucha hacia atrás para liberarme de ella, y me di cuenta hasta que punto había quedado húmeda mi ropa estando en el jardín, de modo que sin pararme siquiera a observar a los pequeños grupos de jóvenes que charlaban animadamente a mi alrededor, inicié mi ascenso hasta la tercera planta, donde se hallaba mi dormitorio.
Hacía tiempo ya que me había hecho a las miradas temerosas e inquietas de los alumnos más jóvenes, a las de superioridad y desprecio de los estudiantes medios y a la fría indiferencia que yo compartía con los de grados más elevados, que además solían ser los más próximos a mi edad.
Circulaban rumores extraños sobre mí que desde luego no eran ciertos, tales como que había empleado oscuros rituales de sacrificios humanos en mis conjuros, o pactado vendiendo mi alma a entes de dudosa ética para alcanzar el grado de conocimiento que por aquel entonces poseía.
Realmente no necesitaba oírlos de sus labios, los veía todos reflejados en sus ojos, con esa rabia ciega que el ser humano enfoca a lo que no es capaz de comprender. Sin embargo, lejos de dañarme, sus conductas molestas y dañinas en muchas ocasiones eran, y de eso estaba completamente segura, un incentivo más para ahondar en mis estudios de dominación y mentalismo.
Mi dormitorio era una sala circular no muy grande, en la que cabían cómodamente una cama amplia de madera oscura y con una sencilla colcha violeta, una pequeña mesita de color similar junto a la misma, un armario grande cuya forma se adaptaba a las paredes del cuarto, un escritorio y un cómodo sillón junto a un ventanal grande que daba justo al claro en el que había estado un rato antes. Aunque carecía de total decoración no podía decirse que estuviese vacía, pues había decenas de enormes volúmenes polvorientos, manuales en su gran mayoría, que contenían desde ochenta y cinco recetas distintas del suero de la verdad hasta poderosos conjuros que entregaban la voluntad de una persona durante toda su existencia al ejecutor, pasando por supuesto por simples trucos de lectura de mente, brebajes de hipnosis, hechizos de telequinesis y otros tantos que sencillamente me fascinaban. Por ello, sobre el antes mencionado y desordenado escritorio, tenía un pequeño cuaderno en el que anotaba todos aquellos que, de alguna manera o de otra, habían conseguido capturar mi atención.
Con un gesto mecánico me deshice de la capa de piel negra que me envolvía, depositándola descuidadamente sobre el lecho, y de repente escuché repentinamente unos suaves golpes contra mi puerta. Alcé una ceja sorprendida, pues para mí no eran frecuentes las visitas, y me apresuré a abrir, encontrando en el pasillo a una chica de alrededor de catorce años que bajaba los ojos con timidez, ocultándolos en su melena rubia y rebujando su túnica rosácea entre las manos nerviosas.
– ¿Qué quieres, niña?- inquirí perpleja ante su presencia.
– Mer... Merkhaede...
– ¿Sí?- traté de apremiarla, impaciente.
– Me ha dicho que te llamara, ella... te espera en su despacho.
Sin dejarla casi terminar salí del dormitorio, cerrando la puerta tras de mí y dejando a la cría en el rellano con cara de no comprender muy bien qué estaba pasando. En unas cuantas zancadas alcancé las escaleras que me dispuse a subir velozmente hasta el último rellano. El despacho de nuestra Maestra era inmenso, ocupando toda una planta entera, pues daba a las salas de exámenes y a diversos anexos cuyo contenido solo Merkhaede contenía. Llamé suavemente y pronto escuché la voz de mi mentora invitarme a acompañarla.
– Me has mandado llamar.- sentencié, pues preguntarlo era absurdo. No esperé a que me diera permiso para sentarme en una de las butacas que había frente a ella. Merkhaede era una mujer peculiar, de corta estatura y grandes ojos de gacela, con el cabello trigueño alborotado descuidadamente y unas gafas que constantemente resbalaban por su estrecha nariz aguileña.
– Sabes de que voy a hablarte, Lilith.
– Entonces supongo que no soy la única que lo ha notado.
– No, claro que no.- Merkhaede fumaba de una pequeña cachimba azulada con dibujos dorados, y el humo se extendía en torno a ella dibujando figuras abstractas.- El sello se resquebraja en tu interior, y cada grieta que se hace pone en peligro a todos y cada uno de los alumnos de mi Escuela.
– No creo que sea justa tu acusación, Maestra. Sabes que los otros...- tragué saliva, incómoda por unos momentos.- En fin, de cualquier manera, no tengo relación con ellos. ¿Qué mal puedo causarles?
– Lilith, lo que no puedes pretender es ponerme excusas. Sé con certeza que libros estás sacando a escondidas de la biblioteca.- Una gota de sudor frío recorrió mi espalda. Si lo sabía, si alcanzaba a comprender hasta que punto todo había avanzado...- ¿Qué puedo pensar si sucumbes a tentaciones semejantes, querida? Cuando convives con la maldad que reside en cada persona, aprendes a saber cuando debes ceder terreno y cuando ser firme y recto. Sin embargo, tu maldad ha estado gestándose casi veinte años, tratando de liberarse de las cadenas que tu padre le puso en tu corazón. Y sería una completa estupidez engañarse pensando que no le falta poco para desatarse. Por supuesto, no podría permitir que eso sucediese en mi Escuela... ¿cómo dominar una veintena de sombras que ansían dominar una vida joven como la tuya?
–En otras palabras más simples, me estás expulsando, ¿no es eso?- No pude evitar esbozar una sonrisa amarga a medida que ella hablaba, y mis dedos se crisparon en el sillón.
– Debes de comprender la situación en la que me hallo. Has sido casi una hija para mí desde que llegaste a tus cuatro años... ¿podía imaginarse niña más servil, mas dulce, más atenta?
–Todo lo que unos padres podrían desear, sí.- repliqué con sorna, poniéndome en pie.- No te importó acogerme mientras no te daba problemas. Apuesto que pensaste que sería un interesante sujeto de estudio. ¿Miento?
– Lilith sé adulta. ¿Crees que me gusta la situación más que a ti?
– Pues así debe ser, puesto que en tu mano esta evitarla y no lo haces.-Caminé hasta la puerta con calma.- Pero no te preocupes por tu maravillosa Escuela. Me marcharé mañana, y con mucha suerte no tendrás que saber más de mí.
Esta vez había conseguido enfurecerla con mi respuesta, pues casi gritó:
– ¡Piensa que también pude haberte matado!
No pude evitar volverme una última vez.
– Era lo que pensabas hacer cuando me has llamado, Merkhaede. No olvides todo lo que me has enseñado. No olvides que puedo leerlo en tus ojos.
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