Durante mi estancia en la “agradable” celda tuve mucho que pensar. ¿Por qué no era capaz de indagar en sus mentes? ¿Por qué hablaban mi lengua? O ¿Por qué hablaba yo la suya? Era una curiosa paradoja y a mi me encantaban las paradojas. De pequeño, mis casas eran las tabernas y mi familia los borrachos. Los borrachos solían ser filosofos de pago… por unas cuantas monedas eran capaces de desequilibrar el orden racional establecido. Una vez, en Kahëlph, un asiduo cliente a la botella me dijo:
- ¿En qué momento un montón deja de serlo cuando se quitan granos de arena?
A los cinco segundos cayó al suelo de madera de aquella taberna, pero yo no separé mi mirada del fuego en toda la noche, mirándolo igual que ahora miraba la única rendija de aquella celda.
Dos guardias custodiaban el pasillo. Cada cinco horas hacían un cambio. Cada dos días revisaban las celdas. Cada tres días nos daban de comer. Y yo no podía hacer nada. No podía hacer nada contra aquellas doradas criaturas de ojos impenetrables. Contaba segundos, era una buena manera de medir el la cuarta dimensión y a su vez significaba dejarla atrás.
Durante todo aquel tiempo pude aprender cosas de ellos. Al principio intenté buscarles un punto flaco. Desquiciarlos. Transmitirles mi locura. Después simplemente esperé hasta que se apoderó de mí sin ninguna piedad. No preguntó, el miedo no pidió permiso.
No soportaba aquella soledad y pasaba el tiempo dialogando conmigo mismo, conmigo y con aquellos guardias a los que tantas preguntas sin respuesta dirigí.
Era una sensación increíblemente frustrante. ¿Por qué no podía hacer lo que mejor se me daba? ¿Por qué mis intentos de crear monstruos en las mentes de mis menudos guardianes no daban resultado? No era capaz de concebir una razón convincente. Mi mente vagaba entre pensamientos que no concordaban, perfilando una antigua idea. Era una idea estúpida, desdibujada por la locura que comenzó a asaltarme 554120 segundos atrás. La pregunta era: ¿Por qué no podía ser todo esto una extensión descomunal de mi don? Un mundo paralelo, inmerso en mi cabeza. Quizá siguiese al borde de aquel saliente, tumbado junto a Irial.
- ¡Tengo una idea!
Y me pellizqué. Y me dolió. Y lloré. Todo igual después de todo. Después de todo, tuve ganas de reír, y una enorme carcajada procedente del fondo de mi garganta llenó el aire, al mismo tiempo que un intenso olor a óxido me inundaba los pulmones. Me recordó al juego de niños del campo de batalla, y supe que era sangre.
Un reguero de sangre se extendía por el suelo adoquinado del corredor, y un ruido chirriante y metálico acompañaba el paso. Un hacha de dimensiones extraordinarias y una hoja que rayaba el suelo. Llena del líquido rojo y chorreante, transportada por uno de esos “doraditos” cuyos ojos reflejaban el orgullo del verdugo. Mi verdugo, adiviné. Y de nuevo llegó sin permiso. El miedo, que se transformó en pánico en cuanto pude oír una llave girando el trinquete de la celda. Cerré los ojos.
3606 segundos después, me encontraba arrodillado ante una multitud de “doraditos”, que esperaban mi inminente sacrificio. Dos edificios predominaban en la escena: ante mí, lo que me pareció un templo se alzaba glorioso sobre la multitud, resguardándola del Sol. Era tan bello que me provocaba arcadas, al igual que todo en aquel sitio. ¿Dónde estaba mi mundo de imperfección y debilidades, de seres “blanquitos” y guerras sin sentido? Sonreí por mi añoranza del infierno y miré a mi izquierda. A unos 3 metros de mí una estatua, cuyos contornos no conseguí distinguir, cegado por los rayos que me azotaban la cara, me miraba con dulzura. Una dulzura amarga y reservada al placer de ver morir. Qué triste era morir sin saber siquiera si lo hacía sólo en mi imaginación. Al menos me iría a la tumba con una buena visión en panorámico.
- Después de haber indagado en la mente del prisionero, lo consideramos apto para el sacrificio en honor a nuestra diosa en este día tan “gloricioso” –mientras el verdugo daba el veredicto yo divagaba recordando una canción que escuché la última vez que visité la capital de mi mundo. Lo que sí escuché fue que indagaron mi mente y eso fue suficiente para deducir porque no me interrogaron. Sí, fue suficiente.
Cuando el hacha bajó deseosa de probarme, me esfumé. Respiré aliviado. Producto de mi imaginación.
“Segundo y último intento”
Y allí me encontraba, en la colina basta de tierra amarilla. Al comienzo del tablero.
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