Tenía las manos heladas. Tanto, que la primera idea que vino a mi mente, difusa pero luminosa, fue que había muerto congelada en los bosques nada más salir de la Escuela de Jade.
Quise inspirar profundamente, mas no fue aire lo que inundó mis fosas nasales, sino agua fresca, algo de fango, y seguramente algún que otro insecto. El miedo a perecer ahogada.- qué idiotez si había presupuesto que estaba muerta.- me animó a usar mis brazos, haciendo fuerza hacia cualquier parte hasta que al final fui capaz de darme la vuelta, limpiando el aire al fin mis pulmones. Tosí estrepitosamente, pálida por el susto… y entonces, muy despacio, fueron viniendo a mi los recuerdos de los últimos acontecimientos.
Me incorporé como una histérica, dispuesta a correr hacia el lugar que mejor sirviera para guarecerme de aquellos soldados negros. Sin embargo, casi se me cae la boca al suelo cuando descubrí un pastizal inmenso a mi alrededor, reducido a cenizas en su mayor parte; cenizas que oscurecían un cielo iluminado por soles diminutos como una noche estrellada.
Al parecer me encontraba en la orilla de un río turbio, tan ancho que la otra orilla no era más que un atisbo de línea, una silueta oscura en el horizonte. Ahora sí, me sentía verdaderamente muerta, en una suerte de infierno dejado de la mano de cualquier dios o demonio que pudiese haber existido, porque escapaba a cualquier lógica que la ciudad hubiese ardido tan rápidamente, convirtiéndose la sangre de sus habitantes en el río y sus almas en estrellas diurnas.
Segundos después perdí el aliento aterrada ante una idea peor que la muerte. ¿Y si había sucedido? ¿Y si mi anticonciencia había logrado relegarme a una solitaria y eterna llanura? Pero no, el viento en mi cara era real, el calor asfixiante casi podía palparse.
Me acerqué al agua lentamente hasta encontrar un remanso más o menos limpio donde contemplarme. Mi anticonciencia me saludó con una sardónica sonrisa.
- Buenos días, dormilona. Y yo que pensaba que ya habías conseguido que nos mataran a ambas…
- Dejo ese honor en tus manos- repliqué, de mal humor. Toda mi túnica estaba cubierta de barro y cenizas, así como mi rostro y cabellos. Introduje las manos en el agua y me lavé a conciencia, rompiendo mi reflejo. Después, mientras la superficie volvía a estabilizarse, busqué la lazada que sujetaba mi túnica a la espalda y comencé a desabrocharla.
La túnica se cruzaba por delante con un ostentoso cinturón del que me deshice rápidamente, y una vez liberada del sobrevestido quedé ataviada tan solo por una suave camisa blanca que llevaba por las rodillas, y que sin duda era más adecuada a aquella climatología que mi uniforme de hechicera y la capa de piel de lobo. Ceñí de nuevo la camisa con el cinturón bajo mi pecho y enrollé la túnica con la capa, atándola con los cordones de mis botas que también habían quedado en el hatillo. Refrescada y cómoda, me disponía a empezar a interrogar a mi anticonciencia cuando reparé en un bonito colgante que prendía de mi cuello. Colgante que por cierto jamás había visto en mi vida.
Lo cogí cuidadosamente entre las manos, decidida a examinarlo con detalle, cuando una voz arrastrada y dulce susurró detrás de mí:
-No te muevas.
Un ligero temblor me recorrió por completo, mientras la sombra del terror creaba un nudo vacío en mi alma. Si aquella voz pertenecía a los hombres de negro, ahora sí me daba por muerta.
- Date la vuelta despacio, humana. Estas en territorio Abhm-Doreine.
Decidí que lo mejor que podía hacer, tanto para salir de dudas, como para continuar con vida, era obedecer aquella orden, así que dejé caer las manos despacio y me giré.
La primera visión de una de esas criaturas me dejó sin aliento. Tenía aspecto humano, o al menos la forma. Era de mi estatura más o menos, y sus músculos parecían delgados y ágiles… si resultaban ser músculos, porque la anatomía de mi asaltante parecía estar realizada con alguna especie de piedra tallada, tal vez ámbar por su color amarillento y translúcido, que sin embargo se movía con la libertad de la carne. Su cabeza estaba primorosamente afeitada; sus ojos negros perfilados con kohl. Sostenía en alto un arco casi de su misma estatura, cargado con tres flechas a la vez, mientras me miraba desafiante. Sus ropas se reducían a un faldellín blanco con ornamentos azules y unas sandalias de soldado.
- ¿Qué haces aquí? ¿Eres una de sus espías?
Me sentí tan anonadada que apenas si podía mover los labios como un pez, sin emitir sonido alguno, hasta que en una parte de mi racionalidad se iluminó una pequeña chispa. Si leía su mente, seguramente mis últimos veinte minutos me dejarían de parecer tan surrealistas. No obstante, cuando procedí a penetrar en su mente, un fogonazo de luz hirió la mía propia, una luz distinta a cuantas barreras mágicas hubiese conocido.
-¿Y bien, a qué esperas para responderme?- apremió, tensando aún más la cuerda del arco.
- Yo… yo no sé…- quise empezar a decir, y entonces, en un acto reflejo, mis manos se desplazaron hacia el extraño colgante. Pareció que entonces se daba cuenta de la presencia del mismo, y sus rasgados ojos se abrieron con impresión. Antes de que fuera capaz de darme cuenta, estaba arrodillado ante mí y se llevaba el bajo de mi túnica a la frente en señal de respeto.
- Mi señora…
El joven Abhm-Doreine se llamaba Isteph, y había sido uno de los sacerdotes del templo de la ciudad de Tenfër dedicados a la diosa Valarsniriël, o eso me había contado. Precisamente en sus paredes había encontrado grabado un medallón como el que colgaba de mi cuello, un presente de los dioses a aquellos que habían de librar Enardellion, pues así se llamaba aquel fantasioso mundo, de las tinieblas absolutas. Sin embargo, sus respuestas no hacían más que suscitar en el fondo de mi mente decenas de preguntas que, por primera vez, no podía resolver mirando en el fondo de sus pupilas. Isteph me contó en el trayecto a su campamento de refugiados que los Abhm-Doreine tan solo eran una pequeña comunidad, una de las grandes razas de Enardellion que se habían visto subyugadas bajo la tiranía de Eos. Aún recuerdo cómo pronunció su nombre con desprecio.
Al parecer, los Abhm-Doreine habían sido los grandes arquitectos de Enardellion desde los primeros albores de la vida, la cuna de la pintura, la literatura y la música. Impuesta ante cualquier tipo de ley moral o social, se hallaba la belleza, capaz de justificar hasta los más atroces de los crímenes si eran adscritos a su nombre. Me pareció un ser tan complejo que desistí en mi intento de comprender lo que me contaba y guardé para más tarde mis preguntas sobre ese tal Eos o las otras razas de Enardellion, así como la manera en que había aparecido directamente en un mito.
Finalmente llegamos hasta una pequeña agrupación de tiendas rodeadas por un escaso bosque de alisos. Si miraba hacia el oeste haciendo visera con mis manos, podía adivinar la silueta recortada de una ciudad no demasiado lejana, cuya muralla juraría que se había venido abajo. Me dije a mí misma que probablemente más tarde tendría la oportunidad de visitarla, así que seguí dócilmente a Isteph mientras me conducía entre un mar de tela y gentes asombradas de verme. Antes de llegar me había explicado que a los humanos de Enardellion se les consideraba depredadores, destructores, un terremoto viviente que asesinaba la tierra y la razón. Interiormente, me sentí de acuerdo a aquella descripción, pero no me pronuncié.
Tras causar una oleada de asombro, en la que sujetaba fuertemente el colgante como si éste pudiese protegerme de alguna manera, llegamos hasta una joven ataviada de manera particular. De su cuello partía un liviano vestido blanco roto, ceñido en la cintura con un amplio cinturón de oro y jade, a juego con la corona de serpientes que ceñía su larga y sedosa melena negra. Imeph me había hablado de desdichas, pero la mujer no parecía precisamente pobre, así que deduje que era quien mandaba en el lugar.
- Imeph, los humanos entran en nuestras tierras muertos o a rastras, pero no con la cabeza en alto.
- Perdona mi osadía, hermana mía, pero porta el signo de los dioses. No creo que les enorgulleciese que sus elegidos fuesen tratados como ganado.- El sacerdote parecía algo intimidado; no obstante su voz no vaciló.- ¿Qué pensaría nuestra madre Valarsniriël si viera los bellos ojos de esta joven clavados en el suelo?
- El otro humano también porta el signo de los dioses y no ha sido tratado con más delicadeza que otro extranjero. El colgante no la exime de su condición. Ordeno que sea llevada con el otro de inmediato, y posteriormente tendrá su oportunidad de hablar.
- Asthrith…- comenzó a protestar Imeph; sin embargo yo había comprendido que él no podría interceder en mi favor. Fuera quien fuese esa mujer, pude adivinar sin necesidad de leer su mente que nadie le replicaría jamás.
- Disculpad mi atrevimiento, mi señora…- farfullé, mientras me arrodillaba, pues el hecho de que fuera más baja en estatura que yo supuse que la incomodaría.- … no conozco vuestras tierras. Nunca antes había pisado tan siquiera Enardellion, y vuestras costumbres me son extrañas y me confunden, pero deseo implorar disculpas si de alguna forma os he ofendido a vos y a vuestro pueblo.
Los ojos de Asthrith se clavaron en los míos y noté un aguijonazo en las pupilas. Trataba de leer mi mente. Cortesías aparte, yo no estaba dispuesta a permitir aquello, así que envié una generosa cantidad de energía a la líder de los Abhm-Doreine, como grato recuerdo de que yo disponía de una cierta intimidad que no deseaba compartir.
- Acepto tus disculpas, extranjera.- su voz fue neutra, aunque parecía contrariada.- Llevadla con el otro y preparadla en la burbuja. Mañana al amanecer me reuniré con ellos en mi tienda.
¿El otro? No podía concebir a nadie más en la misma situación. Iba a preguntar, pero Imeph me puso la mano en el hombro. Su rostro estaba teñido de desolación y desesperanza.
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