Cuando la luz del sol me despertó, debía de ser ya media mañana. Sobre la mesilla había una pequeña bandeja con el desayuno, lo último que me podía permitir tras pagar la estancia con mi última moneda, así que más me valía alimentarme bien. Un buen vaso de zumo, un trozo de carne y unos huevos fritos servirían para saciar mi apetito, al menos hasta el final de la tarde, cuando esperaba llegar a Khaedara. Era un viaje largo y cansado, pero era lo que tocaba. Y no solo porque un tipo y dos mastodontes me habían “ofrecido amablemente” que me dirigiera allí con presteza. Tras terminar mi desayuno, me vestí, abriendo la puerta de la habitación y bajando a la primera planta.
-¿Ya te vas, Caleb? –susurró una voz a mi espalda, cuando ya estaba a punto de salir de la taberna. Cathi se encontraba apoyada en una pared cercana, observándome. Tras hablar, se separó de ella, dando unos pasos hacia mí- Te vas a Khaedara, ¿no es así?
-Si, así es –respondí- Un señor muy amable y un par de hombres con cara de pocos amigos, también muy amables, me lo pidieron anoche. Amablemente, claro.
-¿Sabes? Hace unas horas me he enterado de que anoche atacaron la capital –hizo una breve y dramática pausa. Seguramente para regodearse en mi expresión, estupefacta- Aunque resistió, no te preocupes. Pero es muy probable que esta noche ataquen de nuevo.
-Espera. ¿Te preocupas por mí? ¿Quién eres y qué has hecho con Cathi? –bromeé saliendo del lugar- Estaré bien. Soy un gran mago, ¿no? –añadí mientras me alejaba, alzando una mano en señal de despedida. Si hubiera sabido lo que me iba a pasar, la noche anterior habría aceptado que me visitara.
El camino hacia uno de los establos de la ciudad era bastante corto, apenas tardé diez minutos. Cuando entré, pude ver a un hombre sentado al lado de una mesa, contando un montón de monedas, ensimismado. Parecía que ni se había dado cuenta de mi llegada, por lo que carraspeé un par de veces para llamar su atención. Al fin, elevó la vista hacia mí y, al observar mi túnica, señaló hacia la puerta de atrás, donde estaban los caballos y balbuceó algo que no llegué a entender.
-Que el dinero no se escapa, ¿eh? –le dije cuando pasé a su lado en dirección a la parte de atrás. Solo quedaba una yegua, de color pardo. Por suerte para mi, ya estaba preparada para marchar, por lo que la cogí de las riendas para sacarla de aquel lugar, dejando al propietario a solas con su dinero. Probablemente contado los días en los que podría tener tres comidas. Una vez que salí de allí, monté en la yegua y cabalgué para salir de la ciudad, en dirección a Khaedara.
La luz del día comenzaba a desvanecerse cuando alcancé a ver la hermosa capital del reino de Kártica. Había sido un viaje largo y agotador, teniendo en cuenta que apenas había parado para descansar, y mucho menos para comer o beber algo. Seguí cabalgando hasta llegar a una de las puertas de la ciudad.
-¿Vienes por el reclutamiento? –preguntó uno de los guardias. Afirmé levemente con la cabeza- Ve al cuartel, allí te informarán de todo –añadió haciéndose a un lado para dejarme paso.
Al contrario que Moldiu, Khaedara destacaba por el brillo intenso de sus edificios, hechos de un material reflectante como el cristal. Por eso era conocida como “la capital de la luz”, aunque eso era porque pocos conocían algunas de las cosas que realizaban en la ciudad. No obstante, poco importaba eso ahora. Los estragos de la noche anterior eran más que visibles: parte de la muralla norte estaba destrozada, y algunas de las casas colindantes estaban carbonizadas o destruidas. Suspirando levemente, me dirigí hacia el cuartel, situado en el ala oeste. Dejé el caballo atado en uno de los postes, pero cuando terminé de atarlo, antes siquiera de que pudiese entrar, se escuchó una fuerte explosión, no muy lejos de allí y sonó la alarma en toda la ciudad. El asalto había comenzado.
En apenas unos minutos, ya me encontraba sobre la muralla sur de la ciudad. Me habían destinado a uno de los puntos alejados del foco del ataque, por si solo se trataba de una maniobra de distracción del enemigo. Esperaba que lo fuera, ya que no quería quedarme sin ver a estas criaturas de cerca.
-Algo se mueve allí –dijo uno de los otros magos ahí apostados, antes de alzar sus manos, creando una bola de fuego y lanzarla contra los arbustos que señalaba. Antes de contactar contra los matojos, un destello verde la envolvió y neutralizó. Mi mirada se centro en el origen de dicho destello, pudiendo ver como un ser de más de dos metros de alto emergía de la maleza. Estaba cubierto por una armadura más negra que los edificios de Moldiu, y un gran casco cubría su cabeza. A pesar de ello, pude fijarme en el color de sus ojos, de un violeta intenso. Giró su cabeza, mirando hacia la oscuridad y gritó de una forma tan salvaje que hizo que un escalofrío me recorriese.
Comenzó entonces a emerger de una espesura un grupo de seres más pequeños, de garras y dientes afilados, como si se tratasen de lagartos. Avanzaban rápidamente hacia la muralla y, cuando se acercaban lo suficiente, saltaban para subirse a ella. Tuve que crear un muro de fuego cerca de mí para carbonizar a uno de esos seres. Otros de mis compañeros no fueron lo suficientemente rápidos. El más cercano por mi derecha tenía la garganta sesgada por el ser que ahora se acercaba corriendo, con sus garras directas a mi yugular. Apresuradamente, alcé mi mano derecha lanzando un carámbano de hielo que se incrustó en su cabeza, haciéndole caer muerto. Cada vez los enemigos eran más y más, apenas se podía distinguir cuantos eran. Cientos, probablemente, y nosotros no llegábamos ni a 50.
-¡Qué alguien pida refuerzos! –grité a pleno pulmón, esquivando a otro de esos lagartos y carbonizándolo antes de que pudiese darse la vuelta. El sudor comenzaba a cubrir mi frente. Empezaba a pensar que no había sido una buena idea venir a Khaedara a comprobar que seres habían aparecido.
-¡El ala oeste ha caído! –pude escuchar a otro mago gritar desde lejos, a pesar del ruido reinante por el caos de la batalla.
-AHORA si que me arrepien… –comencé a decir para mi mismo, aunque un rugido ensordecedor me impidió continuar. Alcé mi vista hacia el cielo y me quedé perplejo a la vez que aterrorizado. Allí pude ver al origen del rugido: un gran animal cubierto por escamas color azabache volaba sobre la ciudad, lanzando enormes bolas de fuego por su boca. Sobre él se encontraba alguien de aspecto humano, o eso parecía, ya que iba totalmente cubierto por una armadura del mismo color que el animal, que se dedicaba a lanzar poderosos rayos sobre algunas de las casas, haciéndolas explotar. Me quedé tan ensimismado observando al terrorífico, y a la vez majestuoso, animal, que me dí cuenta demasiado tarde que uno de los lagartos se abalanzaba sobre mí. Lo último que sentí fue como una de sus garras rozaba mi yugular.
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